Analistas

El giro que ordena y la fractura que persiste

Fredy Vargas Lama

Cuando murió José “Pepe” Mujica, hace algunos meses, Uruguay reaccionó de una manera que hoy resulta casi excepcional en América Latina. Sus expresidentes y principales referentes políticos —rivales, portadores de proyectos distintos— se reunieron, se saludaron con respeto y recordaron al viejo dirigente sin convertir el momento en una disputa ideológica. No fue un gesto nostálgico. Fue una escena política concreta: la demostración de que, incluso en la diferencia, existen reglas compartidas y un sentido común democrático que no se discute. Un recordatorio silencioso de lo que ocurre cuando la política no vive en estado de guerra permanente.

Ese gesto adquiere mayor significado cuando se lo observa en contraste con el clima que domina hoy a la región. Al cierre de 2025, América Latina atraviesa un giro político claro hacia la derecha, hacia opciones conservadoras, de autoridad o de “orden”. No es una moda ideológica ni un fenómeno aislado, sino la expresión de un cansancio social profundo en buena parte de la región: inseguridad persistente, expansión del crimen organizado, economías estancadas y Estados percibidos como incapaces de hacer cumplir reglas básicas. La demanda de orden avanza, pero lo hace en sociedades más tensas y fragmentadas que en ciclos anteriores.

Un giro por cansancio, no por doctrina

El voto que impulsa este giro no es doctrinario. Es pragmático y defensivo. En muchos países, la pregunta dejó de ser “qué modelo de desarrollo queremos” para convertirse en “quién puede controlar la situación”. Frente a gobiernos que prometieron transformación y entregaron frustración o parálisis, amplios sectores sociales optaron por alternativas que ofrecen decisión, límites claros y capacidad de mando.

América Latina no está girando a la derecha por ideología, sino por agotamiento; no por convicción, sino por urgencia. Ese dato es clave para entender lo que viene. Porque los giros impulsados por urgencia suelen ser intensos, pero también frágiles si no logran traducirse en resultados sostenibles.

Este desplazamiento forma parte del funcionamiento normal de la democracia. Los péndulos existen porque las sociedades evalúan y corrigen. El problema no es el giro en sí, sino el contexto en el que ocurre. Y ese contexto está marcado por niveles de polarización que convierten cualquier alternancia en una prueba extrema.

Ganar no es gobernar

La polarización se ha vuelto el clima dominante de la política latinoamericana. Ya no se discuten solo políticas públicas, sino identidades morales. El adversario no es un competidor, sino alguien a quien se teme o se considera ilegítimo. En ese escenario, cada elección se vive como una batalla final y cada derrota como una amenaza existencial.

Aquí aparece la paradoja del momento actual: ganar elecciones en contextos polarizados es relativamente fácil; gobernar es lo difícil. Las mayorías electorales no siempre se traducen en capacidad política, los acuerdos se interpretan como traiciones y la negociación se confunde con debilidad. Así, incluso gobiernos que llegan con alto respaldo inicial ven rápidamente reducido su margen de acción. En estas circunstancias, el problema no es que el péndulo se mueva, sino que cada movimiento deje a la sociedad un poco más rota.

El año 2026 será clave para observar esta dinámica, especialmente en Perú y Colombia.

Perú llega a su elección general con un sistema político exhausto. Años de inestabilidad, presidentes que no completan mandatos y un Congreso profundamente desprestigiado han erosionado la confianza ciudadana. En ese escenario, un giro hacia opciones de derecha o de “orden” es posible. El riesgo no es el cambio de signo político, sino que ocurra sin un mínimo de capacidad para sostener un gobierno. Sin reglas creíbles y sin Estado efectivo, la urgencia que empuja el cambio puede transformarse rápidamente en frustración.

Colombia, por su parte, se encamina al cierre de un ciclo político sin reelección posible para el mandatario actual. La alternancia es parte de la democracia, y el giro hacia la derecha o la centro-derecha es una opción real en este momento, en un contexto marcado por la inseguridad y el desgaste del proceso de paz. Pero sin acuerdos básicos sobre justicia, contrapesos y reglas del juego, el próximo gobierno podría quedar atrapado en una confrontación permanente que limite su capacidad de acción desde el primer día.

Aquí aparece, inevitablemente, el tema de las instituciones. No como consigna abstracta, sino como piso práctico. Las instituciones hacen tolerable perder y posible negociar. Cuando las reglas son creíbles, la polarización tiende a moderarse; cuando se erosionan, la confrontación se intensifica. En una región con Estados frágiles, este vínculo será decisivo en los próximos años.

Algunos gestos recientes recuerdan que otro camino es posible. Cuando se conoció el triunfo de José Antonio Kast en Chile, el presidente Gabriel Boric lo llamó para felicitarlo casi inmediatamente. No fue un acuerdo político ni una renuncia ideológica. Fue el reconocimiento del resultado y del adversario. En un contexto regional marcado por la deslegitimación, ese gesto tuvo un valor político claro.

Vuelvo entonces al inicio, y al sentido de cerrar el año con esta reflexión. América Latina está girando hacia la derecha porque busca respuestas frente al desorden, la inseguridad y la frustración acumulada. Esa búsqueda no es ideológica; es social. Pero el futuro de la región no se juega solo en el próximo gobierno, sino en la capacidad de pensar más allá del corto plazo.

Gobernar no es solo ganar elecciones, sino cuidar la convivencia y las reglas comunes. El poder es transitorio; las sociedades permanecen y cargan con las consecuencias. Tal vez por eso la escena uruguaya tras la partida de Mujica resulta tan elocuente: recuerda que la política puede ser firme sin ser destructiva, competitiva sin ser enemiga, y transformadora sin romper el tejido social que pretende conducir.

Porque el péndulo siempre vuelve a moverse; lo que cambia —a veces silenciosamente— es la sociedad que queda en medio: más cohesionada o más fragmentada, más confiada o más desconfiada, más capaz de mirarse como un proyecto compartido o como un campo de batalla permanente. Esa es, al final, la verdadera disputa del tiempo que viene.

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