Observando a los candidatos en estos días de congestionadas campañas electorales para renovar el Congreso y elegir nuevo Presidente de la República, es inevitable recordar a don Tancredo López, torero español de finales del Siglo XIX y comienzos del XX, más famoso por la escalofriante suerte que perfeccionó que por ser émulo artístico de don Juan Belmonte, Manolete, Joselito o El Gallo. Quedándose quieto en el centro de los ruedos se ganó una página entera en la historia del toreo.
Don Tancredo colocaba un barril en la mitad de la plaza, trepaba en él de un salto y pedía que soltaran al toro, que enseguida pisaba la arena entre los aplausos de los caballeros, los gritos de nervios de las damas presentes y los rezos de las piadosas manolas, que le encomendaban al santo de su devoción el alma de don Tancredo quien, contra todos los pronósticos, salía ileso y se bajaba sonriente a recoger aplausos y repetir su hazaña en los alberos de las poblaciones vecinas.
Entre tanto, el toro cumplía su papel. Ensayaba aterradoras embestidas y resoplidos dignos de un dragón, pasaba a milímetros del barril y, terminada su presentación, se retiraba sin tocarlo. Si acaso alguna vez correteaba al torero para obligarlo a saltar ágilmente la barrera y lanzarse de cabeza tras el burladero.
Fin del espectáculo.
Aquí el anuncio de cualquier aspiración a un cargo de elección popular equivale a subirse al barril, a sabiendas de que el candidato se expone a unas críticas cada vez más duras. De todos los puntos cardinales le llueven los ataques más insólitos, que debe aguantar impávido, aunque estén inspirados en los motivos más descabellados. Las lluvias de dardos no tiene límites. Tampoco las descalificaciones, así vayan precedidas de cordiales introducciones al discurso: “con todo respeto…·”, “mi estimado amigo…”, “distinguido doctor…”. Se oye de todo menos un plan coherente de gobierno. Este queda sepultado entre las críticas y rectificaciones, ante todo lo cual hay que mostrarse inconmovible, pues el que se pone bravo pierde.
Con el avance en las comunicaciones vino la esperanza de cambio en las prácticas electorales, purificándolas para que los electores tengan la información previa sobre las cuestiones que van a decidir. No basta garantizar el derecho de todos los ciudadanos a escoger sus gobernantes y explicarles cómo quieren que gobiernen. Es preciso que estén enterados de las opciones entre las cuales deben decidir, porque si no las conocen está decidiendo a ciegas.
Las libertades en una democracia solo pueden ejercerse a plenitud cuando los ciudadanos saben lo que hacen y se les permite actuar según su voluntad, sin coacciones morales ni físicas. Porque, para los efectos de elegir a sus representantes, da lo mismo bloquear el camino a las urnas el día de la elección que ocultar o desfigurar las materias sobre las cuales deben pronunciarse.
Ojalá seamos capaces de convertir las campañas electorales en certámenes pacíficos que, además de la propaganda, informen objetivamente, sin someter a los candidatos a ensayar la suerte que perfeccionó hace casi siglo y medio el muy valiente don Tancredo López.