Cuando se desató la pandemia, que nos tiene consternados, nadie pensó que sería tan prolongada, ni que amenazaría tan hondamente la organización social. Los gobiernos han tenido que improvisar sobre la marcha y los ciudadanos no saben cómo acomodarse a un estilo de vida que los mantiene bajo la amenaza permanente de un contagio, cuya intensidad sube y baja en abierto desafío a los científicos que corren detrás del virus, sin poderlo alcanzar.
En medio de estas circunstancias, entramos a una Semana Santa muy especial, sin saber siquiera si algún día se repetirán las ceremonias consagradas por la tradición, cuando el pueblo cristiano hacía una pausa en el tráfago de la vida moderna, mientras repasaba las diferencias entre los recuerdos del abuelo y una piadosa perplejidad de los nietos.
La gente oraba. Unas veces siguiendo la costumbre tradicional de la oración vocal o litúrgica, cuyas palabras se repiten a lo largo de los siglos y abren el camino de la comunicación con Dios; otras con la oración mental, como si se tratara de una comunicación entre amigos. Oral o mentalmente, un murmullo de voces creyentes refrescaba el diálogo entre el Creados y sus criaturas.
Tal vez los perfeccionistas no alcanzaban a comprender el sentido profundo de la fe, envuelta en los pliegues de las túnicas de los santos, que salían a su procesión anual ataviados con las mejores galas. Sus imágenes alentaban el fervor de los fieles alineados a lado y lado de calles empedradas y, en Popayán, prácticamente agobiaban bajo su peso a cargueros de hombros encallecidos por la repetición del mismo trayecto en cada Semana de Pasión.
Recorrer esas vías debajo de las capuchas ceremoniales del carguío era una peregrinación piadosa, cumplida sin un quejido ni un desfallecimiento por parte de quienes heredaban el duro privilegio.
¿Volveremos a acompañar esos desfiles de los santos temblorosos debajo de sus hábitos de terciopelo, que por una vez al año salían a visitar a su pueblo?
¿Escucharemos otra vez las explicaciones susurrantes de los mayores que les explican a sus pequeños “esa es la Magdalena”? ¿O, con los ojos humedecidos, les indican “ya viene el paso con la Dolorosa”?
¿El esplendor de Mompox será el mismo de otros tiempos?
¿Los penitentes de Santo Tomás seguirán el camino de siempre, azotándose para cumplir las mandas que ofrecieron para implorar algún favor?
¿En muchos pueblos repetirán los autos de fe donde los actores se improvisan entre campesinos sencillos y los refinados emigrantes, que se fueron para la universidad y regresan para enorgullecerse por el resto de sus vidas de haber representado a uno de los Apóstoles o hasta al propio Jesús?
Los colombianos creyentes, y hasta buena parte de los menos creyentes, pasarán esta Semana Santa frente el televisor. Repetirán un ejercicio de oración mental, al estilo de la que con tanto ahínco defendió Santa Teresa de Ávila a principios del Siglo XVI, para acercar al hombre a su Dios, cuando tanto lo necesita la humanidad que peregrina tan lejos de Él y tan cerca de la desesperanza.