Mientras el gasto público en salud alcanzó en 2024 un 8,2% del PIB, miles de enfermeras, auxiliares, técnicos y médicos generales siguen esperando sus pagos desde hace meses. Son quienes sostienen la atención diaria de millones de colombianos, pero trabajan bajo contratos precarios, sin estabilidad, sin prestaciones y, en muchos casos, sin siquiera saber cuándo recibirán su salario. La crisis del sistema no solo afecta a los pacientes: también está enfermando a quienes los atienden.
El deterioro de las condiciones laborales del talento humano en salud refleja el desorden estructural del modelo. Según la Asociación Colombiana de Hospitales y Clínicas, más de 70% del personal asistencial trabaja bajo órdenes de prestación de servicios, muchas veces renovadas cada mes, lo que impide acceso a vacaciones, pensión o licencias de maternidad. La inestabilidad es tal que incluso hospitales públicos de alta complejidad deben recurrir a la tercerización para cubrir turnos esenciales.
A esta realidad se suma una cadena de pagos que se rompe desde la fuente: las EPS demoran transferencias, las IPS acumulan deudas, y los trabajadores terminan financiando con su propio esfuerzo la ineficiencia del sistema. De acuerdo con Fedesalud, los retrasos promedio en pagos al personal superan los 120 días en varias regiones. Mientras tanto, los costos de vida, transporte y alimentación crecen por encima de 10% anual, erosionando el ingreso real de quienes están en la primera línea del servicio.
El impacto económico es profundo. La precarización laboral reduce la productividad hospitalaria, aumenta la rotación y debilita la calidad del servicio. Cada vez que un auxiliar abandona su puesto por falta de pago, otro debe ser entrenado, lo que implica costos ocultos en tiempo, calidad y eficiencia. Además, la incertidumbre contractual ha generado un desincentivo creciente para estudiar carreras de salud: entre 2018 y 2024, la matrícula en programas técnicos de enfermería cayó más de 25%, según el Ministerio de Educación.
Otros países de la región han entendido que invertir en talento humano no es un gasto, sino una política de sostenibilidad. En Chile, más de 30% del presupuesto hospitalario se destina a remuneración y bienestar del personal asistencial. En Colombia, esa proporción no llega a 18%, reflejando un modelo centrado en la intermediación financiera antes que en la atención al ciudadano.
El problema no se resolverá con discursos. Se necesita una política pública que garantice pagos directos y oportunos desde la Adres, contratos mínimos de un año, y la formalización progresiva de todos los trabajadores del sector. No se trata de burocratizar la salud, sino de dignificar a quienes la hacen posible. Sin estabilidad, no hay continuidad; sin continuidad, no hay calidad.
El talento humano en salud no pide privilegios, pide justicia. Pide que su trabajo sea reconocido como un servicio esencial, no como una carga contable. La salud de los colombianos depende tanto del hospital que los recibe como del profesional que los cuida. Y hoy, ambos están al límite.
En nuestra siguiente columna abordaremos la otra cara de esta misma crisis: la de los médicos especialistas que, a pesar de su alta formación, también padecen la inestabilidad, los retrasos y la falta de reconocimiento de un sistema que, paradójicamente, no podría sobrevivir sin ellos.