Duro muy duro le ha tocado a este Gobierno, cuesta arriba desde que empezó, porque la heredada pendiente o deuda social nunca antes se había tornado tan elevada en pretensiones, para lograr viabilizar su pago mediante compromisos realizables, pero además porque se le ha atravesado de manera alcabalera como signo pendenciero de la historia, en una zaga de persecuciones guiadas por egoísmos, más nunca por el bienestar general, que sistemáticamente han distorsionado el acaecer nacional, con deformaciones paradójicas y absurdas.
Claro está que son muchas las obligaciones y necesidades pendientes por atender para soliviar las presiones que surgen de las demandas sociales, por demás legítimas en un país con una de las mayores concentraciones de la riqueza, pero peor, aún con elevadas cifras en miseria y pobreza pues conforme al Índice de Pobreza Extrema del Banco Mundial presentado en octubre del año pasado, todavía hoy 2,2 millones de compatriotas viven con menos de dos dólares al día y Colombia ocupa la posición 70 entre 164 países.
Al respecto es preciso reconocer que infortunadamente los escasos recursos públicos no se focalizan debidamente y vemos como ingentes subsidios se dilapidan infamemente al terminar en beneficios para minorías privilegiadas, como el sonado caso de las pensiones altas, un reconocido atropello al erario que alude al pago de lo impagable. Un caso similar sucede ahora no solo con la JEP o Jurisdicción Especial para la Paz, como un brazo alterno de la justicia que apareció de súbito con un costo adicional para el Estado de $300.000 millones al año, junto a los compromisos financieros de los Acuerdos de la Habana que llegan a triplicar ese valor, $6 billones en los próximos siete años, que solo llegará a 15.000 desmovilizados, pero nunca a los 2,2 millones de pobres.
Lo anterior con el agravante que éste país se volvió en la cuna de las protestas sociales, que rayan en la parodia de la lucha de fuerzas que típicamente capturan el interés nacional y nos acostumbramos a marchas, paros, revueltas y mingas promovidos por grupillos de presión con móviles particulares, la gran mayoría de las veces con intensiones oscuras y tras reivindicaciones acomodadas poco representativas del sentir del verdaderamente pobre y desamparado, siendo las más abusivas las de indígenas y transportadores.
Razón tiene este Gobierno en tratar de controlar con autoridad, no mediante la fuerza pública como pudiese o debiera ante el vandalismo y la barbarie, sino con la autoridad de la razón y la ecuanimidad de la que ha hecho gala, para abatir esa suerte de lógica perversa que se enquisto de forma enfermiza en los colectivos que perturban el bienestar general, al abusar de la protesta legítima y acudir a vías de hecho con trasfondos anárquicos, inaceptables para la gran mayoría por su gran costo, por lo que llamo a solidarizarnos con este sentir.