Mentirocracia: la Tiranía del Mérito
Mientras el planeta estaba histérico por la pandemia, falleció Jack Welch: el «Manager del Siglo», según Fortune (1999). La misma publicación deificó a Ford como «Businessman». El aliado de los nazis y el adalid de la meritocracia pura entronizaron el «campo de trabajo», exterminaron a millones de trabajadores y envilecieron el orgullo corporativo.
En la tierra de las oportunidades le decían «Neutron Jack», y publicó su biblia del liderazgo inmolador el día que los terroristas silenciaron al World Trade Center, y Wall Street (Straight From the Gut, 2001). Sus profecías, las calificaciones por mérito y la curva de la vitalidad, convirtieron la gestión humana en un reality show que corrompió la selección y agudizó el «burnout» (desgaste o desmotivación).
Su legado avaloró a General Electric. Neoliberal, hizo pagar a sus empleados el precio de una ambivalente administración de consecuencias que institucionalizó el darwinismo laboral, donde los equipos tienden a la extinción porque se renuevan en el corto plazo, y progresivamente pierden puestos (de trabajo) como sucede en aquel «juego de las sillas», donde nadie disfruta y todos evitan ser eliminados, apelando a la agresividad o trampa.
Inhumana y antisocial, esta evolución de la administración científica fue adoptada por empresas que conquistaron la cima, como Enron, a la que Fortune designó la «Más Innovadora» y la «Más Admirada», durante un lustro tras el cual quedó expuesta como basura ética y bursátil. A propósito, años después, Markopolos publicó el informe ‘General Electric, un fraude mayor que Enron’ (2019).
Cambalache, recuerdo un experimento en el que intercambiaron las etiquetas entre prendas de alto y bajo costo, y los compradores no reconocieron la anomalía. Conecto esta paradoja, la falta de mérito, con la publicación de un ensayo, ‘La tiranía del mérito’ (Sandel, 2020), que cuestiona la astronómica distancia entre los arbitrarios perdedores y los presuntos ganadores, así como la persistente discriminación que impone esa aristocrática clasificación, según la cual algunos merecen ser más iguales que los demás.
Respecto a las evaluaciones de desempeño, los absurdos indicadores y sus inconsecuentes metas erosionaron el bien común, y fusionaron la especulación, la mediocridad y la arrogancia: el capricho, la apariencia y el encubrimiento. Colmo de males, la famosa igualdad de oportunidades jamás compensará la inequidad, y la sobrevaloración se hizo viral en las organizaciones, los cargos y títulos profesionales.
Aunque las carreras sean discontinuas, deberíamos estar equidistantes o nuestras brechas ser infinitesimales. Por eso lamento que la Tierra no sea una circunferencia plana, o que los todopoderosos deformaran la esfera para crear esa escalera al cielo, donde el suicidio profesional no parece tan malo cuando la alternativa es sacrificarse por el «burnout».
Abundan fraudes que escaparon de la circunscripción del Infierno, y colonizaron ese intrascendente «Paraíso» (Perdido y Recobrado, Milton); imagino que también conoce alguna persona trepadora o falsamente modesta, que ruega a Dios mientras actúa como en la broma del sacerdote, la monja y el pasaje bíblico.
Para reflexionar sobre el éxito, recomiendo la “Soledad de Monseñor Bienvenido” en Los Miserables (Tomo I. Libro I. Capítulo XII).