No culpo a Biden por dormirse durante la COP26, pues en esas insufribles reuniones académicas, organizacionales o políticas, perdemos el tiempo escuchando perogrulladas, excusas o señalamientos; temas irrelevantes o expuestos por personas indiferentes, para quienes cumplir significa hacer acto de presencia (virtual), hacerse ver ocasionalmente, sacarle el cuerpo a la responsabilidad o fingir compromiso. Así, la ausencia de progreso determina las siguientes convocatorias.
Además de la frustración o el aburrimiento, ese ortodoxo patrón trastorna nuestra rutina, pues implica adelantar la hora de ingreso, fusionar el almuerzo con actividades laborales e intentar ponerse al día durante la noche, procesando retrabajo o pendientes que no dejan de acumularse, porque la jornada es ineficiente o insuficiente. Causales de tan absurda realidad incluyen la inmoralidad, incompetencia, rotación o contracción del personal; los procedimientos engorrosos y las reuniones innecesarias.
Improductivas, compiten por el tiempo que, de hecho, demandan otras sesiones. Dicha recursividad refleja una de las facetas más tóxicas de nuestra relación con el trabajo (y los jefes), pues cuestionar la pertinencia de gastar tantas horas-hombre en esas invitaciones, parece un agravio.
Aunque parezcan conscientes del problema, muchos delegan su participación. Otros temen rechazar las citaciones, y algunos creen que otorgan importancia ocupacional. Igual, al final, resuenan al unísono las negativas hacia los compromisos que deberían establecerse y honrarse, para justificar la resolución de tales convocatorias.
Imagino que quien lee esta columna también habrá derrochado recursos asistiendo a cursos de reuniones efectivas, que impusieron moda sin cambiar las reglas o los hábitos. Ahora, algunas empresas intentan agilizar la clausura de sus encuentros ofreciendo agua antes de iniciar, o erradicando las sillas para interactuar de pie, de modo que las necesidades fisiológicas condicionen los pronunciamientos.
Otras más osadas establecieron el código *topless*, para que los *presentes* estén realmente *presentes*, y *den la cara*. Convengamos que los portátiles abiertos y los smartphones bajo la mesa facilitan que los individuos se oculten tras las pantallas, y se dediquen a otras cosas, demostrando falta de respeto hacia sus interlocutores y los asuntos que afectan a sus grupos de interés.
Observar esa conducta también ofende, y la réplica invoca al mito *multitask*, que, en lugar de multiplicar la productividad, reduce las capacidades ejecutivas en al menos 40%, e incrementa la probabilidad de cometer errores (Multitasking: Switching costs, APA). Además, al final, somos prisioneros de las apariencias, y padecemos fatiga Zoom porque el *efecto espejo*, observador y auto observado, produce sobrecarga cognitiva y emocional cuando intentamos corregir, a cada instante, la imagen que pretendemos mostrar (y ocultar).
La pandemia fue contradictoriamente liberadora, pues seguimos encadenados a los vicios de la presencialidad, conectados a las pantallas y desconectados de los demás. Así lo demuestran los desencuentros del Foro Económico Mundial, sean en invierno o primavera, y las clases durante la antigua y la nueva normalidad, donde el sonambulismo es tradicional.