Aunque muchas voces lamentan el descenso de las tasas de natalidad, deberíamos reconocer que la familia ha sido la gran perdedora de esta era.
El “outsourcing familiar” es un fenómeno que, con una mezcla de ironía y crudeza, refleja el desmantelamiento del Estado de bienestar y la externalización del cuidado. Los hijos, esos proyectos a largo plazo que requieren inversión emocional, económica y temporal, son delegados porque no caben en la agenda ni en el presupuesto de los ocupados y empobrecidos padres.
La crianza, entonces, se convierte en un servicio externalizado, una mercancía que se traslada a los abuelos, al Bienestar Familiar o a las instituciones educativas.
Los abuelos, esos héroes anónimos de la posmodernidad, se han convertido en los cuidadores de última instancia. Ellos, que ya criaron a sus hijos y deberían estar disfrutando de su merecido descanso, ahora cargan con la responsabilidad de criar a sus nietos. Aunque no tengan pensión, y no reciban ingresos mediante la Economía del Cuidado, deben operar 24x7, como Call Center Familiar: siempre disponibles y a su servicio.
Por otro lado, tras el desmantelamiento del Estado de bienestar, las familias han tenido que recurrir a instituciones como Bienestar Familiar o los colegios para que asuman roles que antes eran responsabilidad de los padres. Los colegios, por ejemplo, ya no son solo espacios de aprendizaje, sino también comedores sociales y guarderías de tiempo completo.
Los niños van a la escuela no tanto para aprender a pensar, sino para que les den de comer y los mantengan ocupados mientras los padres hacen se dedican al rebusque. Claro, hay muchos vagos que simplemente evaden responsabilidades.
Aquí es donde la ironía se vuelve ácida. Muchos padres, en su afán de “vivir su vida”, delegan la crianza como si fuera un trámite burocrático. Los hijos son enviados a instituciones o a los abuelos con la misma facilidad con que uno lleva el auto al taller. Y mientras tanto, los padres se divierten, socializan o simplemente sobreviven en un sistema que les exige más horas de trabajo y menos tiempo para la familia. Es como si la vida moderna hubiera convertido a los hijos en un “producto” que se externaliza para que otros lo gestionen.
Este fenómeno no es solo una crítica a los padres, sino también a un sistema que ha normalizado la desresponsabilización. El “outsourcing familiar” es el resultado de una sociedad que prioriza el consumo y la productividad sobre el cuidado y la conexión humana. Los hijos, en lugar de ser vistos como un proyecto de vida, son tratados como una carga que se puede delegar. Y así, el círculo se perpetúa: niños criados por abuelos exhaustos, instituciones sobrecargadas y padres ausentes.
En este escenario, el Estado de bienestar, ese sueño colectivo que alguna vez prometió seguridad y equidad, ha sido reemplazado por un patchwork de soluciones improvisadas. Las familias, en lugar de ser apoyadas, son abandonadas a su suerte, obligadas a externalizar sus responsabilidades porque el sistema no les da otra opción. Y mientras tanto, los niños crecen en un limbo emocional, alimentados por comedores escolares y cuidados por abuelos que ya no tienen fuerzas.
El “Outsourcing Familiar” es, en última instancia, un síntoma de una sociedad que ha perdido el rumbo. Es como si hubiéramos externalizado no solo la crianza, sino también nuestra humanidad. Y en este proceso, todos perdemos: los abuelos, los padres, los hijos y, sobre todo, el futuro que estamos construyendo. O, más bien, desmantelando.