Impotente, Petro tramitó con hostilidad los residuos de las reformas que le había delegado al clientelismo. Aunque esa reacción dejó en evidencia su desregulación emocional, y la pésima gestión del cambio, apostó por la descentralización que habían saboteado los enclaves del establecimiento. Ahora, crucemos los dedos para que esos recursos no terminen hechos trizas, como los acuerdos de paz.
Breve historia de nuestra regresividad, el palacio presidencial albergó desde el “kínder” gavirista hasta el “jardín” petrista. Representando a los capos regionales, el capitolio refugió a los adolescentes parlamentarios. Y los anacrónicos magistrados desvirtuaron la restauración de su templo, otro vecino de la Plaza de Bolívar.
Calculando el promedio entero, anualmente se presenta 1 superficial proyecto de ley para la financiación estatal. Pero el país continúa quebrado, asignando recursos mezquinos y violando sus promesas. Además, la última tributaria la estructuró Ocampo: otro sabelotodo que defraudó transando remiendos. Finalmente, contrastando los ruidosos debates, usualmente se imponen las sigilosas recomendaciones de los innombrables grupos de presión, que conciertan las deformas que deben incorporar las presuntas enmiendas.
Consciente de ese contexto, la semana pasada James Robinson celebró Acción de Gracias en Colombia, compartiendo cómo nuestra fallida República aportó a su consagración como Nobel de Economía 2024. Sin embargo, su orgulloso público no demostró contrición por el degradado presente, ni compromiso con el imperativo del cambio.
La moraleja de su obra, ‘Por qué fracasan los países’, es que el ADN institucional permite distinguir entre sociedades autodestructivas, elitistas y progresistas. En nuestro caso, los promiscuos ultraconservadores y neoliberales se unieron para excluir a la empobrecida clase media, y guiar a la nación desde la mala regulación hacia la disolución estatal. Promulgaron una Constitución que resultó ser libertaria, no socialdemócrata, y manipularon el lema ‘Libertad y Orden’ para escudar caóticos statu quo, como la extorsión legislativa o la anarquía burocratizada.
Disonantes, los colombianos acusamos a esos bandidos, pero en cada elección reincidimos. El todopoderoso continuismo prevalece porque estamos condicionados, y ante la duda se imponen la conformidad o el dogma del “mal menor”, que tradicionalmente se apoyan en algún discurso terrorista -contra los desposeídos, las expropiaciones comunistas o los impuestos redistributivos-, y alguna sentencia tecnócrata para declarar inviable cualquier alternativa heterodoxa, que necesariamente desafiaría a los desiguales derechos adquiridos o la paralizante regla fiscal.
Nuestra Carta Magna ha alcanzado la edad a la que murió el Salvador, y los pobres ciudadanos sólo superarían algunas tribulaciones tras sufrir múltiples reencarnaciones (¿Un ascensor social roto?, Ocde), pues heredan egoísmos -evasión, reduflación o usura-, prioridades ajenas y complicidades público-privadas, entre órganos de control, «ías» y empresas de auditorías.
Deseos decembrinos, necesitamos reformas genuinas, que fomenten el empleo; transfieran las cargas a los individuos, y eliminen los abusivos beneficios tributarios, como el gasto en medicina prepagada, el patrocinio a la educación privada y la deuda que afianza la concentración de la riqueza-propiedad.