Hace poco tuve la oportunidad de conocer a una líder social muy interesante. Nuestra conversación giró en torno a las necesidades de las poblaciones más vulnerables, del enfoque que debería dársele a la educación y a la crisis de la verdad que rodean las promesas de campaña que, en algunos casos, son vacías. Debo reconocer que su visión cercana, vivida y pragmática de la realidad de muchos ciudadanos me sorprendió.
Dentro de nuestra charla explicaba con gran suficiencia cómo en Colombia hemos perdido el norte, cómo prometemos muchas cosas que jamás podremos cumplir empeñando nuestra palabra cuando muchos de los resultados no dependen de nuestra propia e individual gestión. Pero uno de los temas que más me interesó fue su diagnóstico de la forma en que la educación (bien enfocada) es el vehículo correcto para lograr combatir la permanencia de muchos ciudadanos colombianos en estado de pobreza.
Lo que en principio parecía una obviedad, desembarcó en un punto para mí no tan común y me explico por qué. A lo largo de mi tiempo como columnista de este diario, en muchas columnas he sostenido que la mayor apuesta que debe hacer un modelo de gobierno -cualquiera que sea su tendencia política- es por la educación. En este mismo espacio he afirmado y sigo afirmando que en la generación de conocimiento y la posibilidad de convertir a la universidad pública en verdaderos laboratorios que generen valor agregado en una alianza real para resolver retos de mercado está parte de la solución al progreso, el crecimiento económico basado en oportunidades para los colombianos producto de investigaciones y patentes que impacten la agenda global. Eso no ha cambiado, sigo convencido de eso.
Tal como el título de esta columna, nuestra conversación se centró en cómo las poblaciones más vulnerables del país se vieron perjudicadas desde que el sistema educativo decidió eliminar la cátedra llamada: comportamiento y salud. Cuando empezó a hablar de esto tuvo el cien por ciento de mi atención pues su argumento -además de lógico- es contundente. Según me comentaba esta líder social, esta cátedra de colegio enseñaba a los jóvenes sobre salud sexual y reproductiva, en cómo fijarse pautas de comportamiento social que les permitiera no caer en embarazos tempranos y en desperdiciar las oportunidades que el sistema otorga por causa de concentrar sus energías en asuntos que distraen a los ciudadanos más vulnerables de su posibilidad de autosostenibilidad y desarrollo personal por la banalidad del momento.
Aseguró que fue un grave error permitir que se obviara lo que para quienes tenemos más privilegios nos es familiar y común en nuestra educación. Afirmó que esto permite (sin que sea la única causa) que los jóvenes de bajos recursos no cuenten con la misma formación en comportamiento y salud que les permita entender que su entorno puede cambiar; todo si la educación se centrara más en formar buenos seres humanos y no se obsesionara en que las pruebas internacionales nos califiquen de mejor o peor manera.
Una humanista por naturaleza resultó ser esta persona que gratamente me sorprendió. No puedo ocultar la admiración con la que terminó nuestra charla, pues además de lo que he sostenido casi como un mantra, se le debe poner el foco en la formación temprana. Este enfoque humanista permitirá que formemos buenas personas que terminen siendo grandes músicos, científicos e investigadores, etc. Esa concepción integral en la educación es la que debemos exigir a quienes sean nuestros futuros gobernantes, porque de lo contrario seguiremos en la lucha de los paradigmas de los buenos y malos, ricos y pobres que nos han llevado a sentarnos en polos tan extremos que ya casi ni nos reconocemos entre nosotros como un solo pueblo.