El asesinato de Miguel Uribe me puso a pensar mucho, no solo sobre el dolor de su familia, sino por una frase que vi que alguien escribió que a Miguel “lo mataron por pensar diferente”. Al principio, hasta lo sentí como una verdad, pero luego me di cuenta que esa frase, que parece un homenaje, en realidad es un veneno para la sociedad. Aceptar que alguien “piensa diferente” es legitimar la idea de que existen pensamientos correctos y pensamientos equivocados. Dividimos el mundo en ortodoxos y herejes, en buenos y malos, en quienes deben ser escuchados y quienes deben ser silenciados. Esa clasificación moral del pensamiento es la semilla de la violencia que históricamente ha vivido Colombia.
Para mí nadie piensa diferente. Solo pensamos. Cada postura, cada ideología, no es más que el reflejo del entorno: la familia, la educación, la clase social, el barrio, el país. Las creencias no son la esencia, no nos hacen persona, son apenas disfraces que nos hemos puesto y que defendemos cayendo en la trampa de la división. Lo que sí creo como cierto es que vivimos confundiendo identidad con ideología, y terminamos defendiendo esos disfraces como si fueran piel. Por eso -para quienes piensan así- cuando alguien cuestiona la idea, se siente como si le cuestionaran la existencia misma. Y desde ahí surge lo absurdo: matar por símbolos que jamás deberían valer más que la vida.
La historia universal es un inventario de muertos en nombre de “la verdad”. Guerras santas, revoluciones políticas, dictaduras ideológicas, barras bravas. Unos mataron por Dios, otros por patria, otros por un color de piel, una bandera o un escudo de fútbol. El resultado siempre es el mismo: sangre derramada por relatos que cambian de generación en generación. Lo que hoy parece incuestionable, mañana será ridículo. Y sin embargo seguimos creyendo que tener razón otorga licencia para destruir al otro.
Partir de la base de que alguien “piensa diferente” es la invitación a la cruzada: convencer, humillar, aplastar o exterminar a quien se atreve a no repetir lo que yo repito. Pero las ideas no son territorio de guerra, son espejos de conciencia. Lo que me irrita del otro suele ser el reflejo de lo que no he trabajado en mí. Mientras más bajo mi nivel de conciencia, más obsesión tengo por convencer y más necesidad siento de eliminar a quien me contradice.
La solución no es callar ni abandonar el pensamiento crítico. Es reconocer que las creencias son transitorias. Lo que alguien defiende con furia hoy, mañana puede abandonarlo sin culpa. Separar al ser humano de sus ideas es el único camino para frenar la pulsión de destruir al “distinto”.
Y aquí Colombia tiene una deuda enorme. Vivimos atrapados en trincheras ideológicas, convencidos de que la política es un campo de exterminio y no un espacio de construcción colectiva. La polarización no solo mata personas, mata la posibilidad de gobernar. Congresos paralizados, reformas inviables, calles incendiadas. Nos matamos y nos estancamos por defender banderas que, en realidad, no solucionan la pobreza, la desigualdad ni la violencia, solo la perpetúan.
No se trata de tolerar. Lo que urge es una reingeniería social: desmontar el paradigma del “piensa diferente” y asumir que todo pensamiento es apenas un ángulo, una percepción condicionada por la conciencia de quien la sostiene. No hay verdades absolutas, solo fragmentos verosímiles en disputa y mientras no desmontemos ese paradigma de buenos y malos, seguiremos escribiendo epitafios inútiles, llenando cementerios en nombre de relatos que jamás valen lo que pesa la vida de un ser humano.