Llevamos varias semanas viendo el cruce de mensajes directos en indirectos entre el presidente Gustavo Petro y la alcaldesa de Bogotá Claudia López, por causa de la grosera intromisión que ha habido por parte del gobierno nacional en el contrato de la primera línea del metro de Bogotá. Personalmente estaba convencido de que el presidente Petro había aprendido las lecciones que le dejó su paso por la Alcandía de la ciudad. En algunas ocasiones, justo después de su posesión esgrimí argumentos para darle un tiempo prudente de espera que permitiera confirmar que estaba en lo correcto.
Hoy pasados cinco meses desde su posesión como presidente, me ha dado más argumentos para tener que replantearme esa idea que para reafirmarla. Y es que uno espera que las personas aprendan de sus fracasos.
Soy un convencido que el proceso del éxito es un cúmulo de fracasos que llevan al aprendizaje que termina por que las personas logren cumplir los propósitos. Como bien respondió algún Thomas Alva Edison sobre una pregunta con picante que le hicieron sobre sus fracasos antes de llegar a la bombilla: “No fracasé, sólo descubrí
novecientas noventa y nueve maneras de cómo no hacer una bombilla.".
Sin ser su seguidor o votante y a la vez ingenuo, en su momento, me sobraba convicción para creer que esta vez iba a ser diferente. Pero no. Lo cierto es que el presidente Petro está empezando a dar unos brochazos de lo que pareciera la actitud de un dictador vestido de demócrata. La soberbia es la madre de muchos de los problemas en los que la humanidad termina enfrascada. Esa excesiva soberbia proviene de creer tontamente que somos individualmente considerados dueños de la verdad y con esa apariencia de veracidad querer
acabar con años de proyectos construidos, justificando mal proceder en querer calmar una sed
de revancha que solo existe en la mente del soberbio.
La alcaldesa Claudia López me ha sorprendido gratamente. Con discurso, sustento y autoridad ha logrado hasta ahora resistir, como si fuera Ucrania, la embestida que ha desplegado el gobierno nacional con tal de ganar una batalla a costa de toda una ciudad, la seguridad jurídica de los negocios con el estado y de la confianza inversionista –ya fracturada– en proyectos de desarrollo de infraestructura del país. Pasar de un discurso populista al vil chantaje, ha sido el arsenal de actos que ha soportado estoicamente la alcaldesa, siendo incluso hasta generosa en el análisis sociológico del comportamiento casi que patológico del presidente Petro con el metro de Bogotá.
La soberbia y obsesión son amigos íntimos, que se han agrupado en este momento en cabeza del gobierno nacional para practicar el deporte nacional: meter el palo en la rueda del que crece avanza y progresa. Pero queridas lectoras y lectores, esto no es un asunto exclusivamente de la ciudad de Bogotá. Esta intromisión de funciones y el costo que podría generar para nosotros los ciudadanos es altísimo. Primero porque los recursos que planea invertir en cambiar el diseño de la primera línea lo vamos a pagar todos y cada uno de los colombianos que pagamos impuestos, sumado al efecto cascada que va a generar en el impacto del
desarrollo e inversión en los proyectos del país y a la desviación de dineros que bien podrían invertirse en otros asuntos que generen bienestar social, eso que llaman vivir sabroso. Qué inversionista, banco, asegurador, etc, confiará en los contratos que suscribe con el estado si en plena ejecución, sin argumentos, se cambian a capricho del ingeniero/presidente. Si el paradigma de buenos y malos en la vida personal es nocivo, ahora imaginen en la administración pública. Presidente, los colombianos no deberíamos soportar seguir retrocediendo en el tiempo. Es así que solo le pido que se sincere y nos diga: ¿qué más debemos esperar?