Hace algunas semanas, el candidato a la Presidencia de la República, Gustavo Petro propuso, en una presentación en el municipio de Yumbo, Valle del Cauca, que en un eventual gobierno de la “Colombia Humana” le gustaría “comprar” el ingenio Incauca a la Organización Ardila Lülle de manera que, según su imaginario populista, pueda “distribuir” la tierra entre pequeños productores para “democratizar” el uso de la tierra en el país.
Es cierto que en Colombia existen largas extensiones de tierra desaprovechadas, no solo por la falta de uso, sino por su uso inadecuado. Este no es el caso de Incauca. Según cifras de Asocaña, en Colombia la agroindustria de la caña representa el 0,7 % del PIB total y el 3,7 % del PIB agrícola del país, y en el departamento del Valle del Cauca representa 38 % del PIB agrícola y el no despreciable aporte del 25 % del PIB de la industria total en dicho departamento, generando cerca de 180.000 empleos.
Pensar en una política económica y agrícola como la que propone Gustavo Petro es pegarse un tiro en un pie. Por un lado, acabará una industria organizada, con generación y aporte al sistema productivo del país, pero de rebote con una falsa concepción de progreso entregará una tierra -que sí está siendo aprovechada de manera legal- a pequeños productores para que termine convirtiéndose en una gran cascada de autoempleo insostenible, improductiva ahora sí y sacando de las finanzas nacionales y departamentales las rentas por la correcta ejecución de una actividad productiva.
Petro tiene la tentación de la expropiación y de a poco ha ido develando cómo -a pesar de posar como un gran demócrata- lo único que esconde en sus propuestas es una lucha de clases que está mandada a recoger, siendo sus discursos gasolina para el fuego de la polarización, que lo único que ha logrado a lo largo de nuestra historia es generar muertos -los mismos que él ayudó a sumar a las cifras del conflicto- sin que en Colombia realmente puedan desarrollarse y consolidarse procesos empresariales sostenibles en el tiempo.
Ahora resulta que el esfuerzo empresarial en Colombia es satanizado por el solo hecho de ser exitoso y rentable para quienes llevan toda una vida apostándole al país.
La propuesta no solo es irresponsable, populista e ignorante, sino peligrosa. Es absolutamente claro el desconocimiento de Gustavo Petro del país. Es imposible pensar que una empresa con un peso tan importante y un impacto tan positivo en la economía regional y nacional sea objeto de amenazas y seguramente -tal como pasó con el fracasado esquema de basuras en la ciudad de Bogotá- si es presidente la materialización de su lucha personal en contra del tejido empresarial productivo dejará en la calle a miles de personas que viven de empresas que él ha declarado objetivo, con la falsa promesa -fundamentada en su megalomanía- de generar progreso a costa de la estabilidad de todo un país.
Así que, estimado lector, por más seductoras que le parezcan las propuestas de Gustavo Petro en este sentido, trate de pasarlas por el filtro del sentido común y de la viabilidad económica: le aseguro que su conclusión no será otra que la inviabilidad del programa de gobierno de la “Colombia Humana” y el seguro fracaso de un gobierno que desde la previa está buscando destruir y no construir.