Analistas 21/04/2022

Una palabra sin valor

Guillermo Cáez Gómez
Abogado y consultor en riesgos

A propósito del acto simbólico que hicieron Gustavo Petro y Francia Márquez de declarar ante notario que en un eventual gobierno de esta dupla no se expropiará; recuerdo que lo primero que se me vino a la cabeza cuando vi la noticia es que asegurar que no se va a expropiar no puede ser sostenible en el tiempo, pues dicha figura existe en nuestro país hace muchos años y es un recurso muy usado para el desarrollo de infraestructura del país, razón de peso para que la afirmación no sea otra cosa que un acto exclusivamente político.

Pero esta columna no pretende deslegitimar este acto, pues espero que, si Petro y Márquez son presidente y vicepresidenta hagan lo mejor para el país al final si a ellos les va bien, a nosotros también. El propósito real es el que me viene dando vueltas en la cabeza hace muchos días y que con ese hecho se clarificó. Colombia es un país en el que escribir sobre mármol, declarar ante notaria o prometer no tiene ningún valor vinculante.

Desde la época de los españoles se nos enseñó que la palabra dicha no tiene ningún valor sino hay un tercero que diga que lo que decimos fue lo que pasó. Tan arraigada está la mentira que para que a los conquistadores españoles les creyeran que llegaron a una nueva tierra tuvieron que viajar con un notario que certificara que fue realidad el descubrimiento. Pero no todo es herencia, como sociedad decidimos de forma recurrente darle la espalda a la buena fe y olvidar que la palabra tiene mayor valor que un sello de un tercero que por regla general no está presente cuento se le pide dar fe pública (función principal de una notaría).

La crisis de la verdad no es solo en la política. Es solo dar una pasada por las redes sociales para ver al mundo inundado de calumnias, de mentiras en contra de otros, persecuciones y hasta las “fake news” se volvieron un negocio tan o más rentable que las noticias reales.

El mundo ha convertido en valor acabar con el que piensa diferente, con el que no es como nosotros o a aquel que toma decisiones personales e íntimas que solo deben concernirle a esa persona en su fuero interno, pero que nos tomamos el derecho de opinar y juzgar sin el menor rigor, sin pasarlo por el tamiz de la sensatez o por lo menos de pensar si nos gustaría que nos hiciera exactamente lo mismo.

Si como sociedad queremos vivir mejores años que hasta ahora, debemos de dejar de restarle valor a nuestras palabras y buscar la coherencia entre lo que decimos, pensamos y nuestras acciones. El rumor mal intencionado, la intromisión personal, el hostigamiento y el insulto solo por querer dañar a otro nos tiene jodidos como comunidad; pues buscamos más tener la razón por el solo hecho de tenerla que poner pausa y pensar que la vida está llena de muchas explicaciones, pero muy pocas justificaciones para las acciones que dañan.

Así que queridas lectoras y lectores, esta columna los invita a reflexionar sobre la idea de que como individuos empecemos por darle más peso a nuestras palabras y compromisos, a que refundemos la buena fe como principio que nos mueva en nuestras acciones diarias y a que de una vez por todas interioricemos que no todo vale a la hora de “ganar” una discusión. Que por ningún motivo (ni religioso, político o personal) vale la pena pasar por encima de la familia o la honra de una persona; por el solo hecho de creer que somos dueños de la verdad o que disponemos de la vida de otros para dañar y difamar. Hoy lo que decimos en redes sociales deja una huella casi imborrable que puede injustamente estigmatizar de por vida a una persona sin merecerlo, así que antes de dar su opinión o replicar la de otros, ¡píense que fuera usted sobre el que están opinando!

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