La campaña presidencial para la elección de 2022 ya comenzó. Procede evaluación preliminar de las propuestas de algunos aspirantes. Alejandro Gaviria ha puesto a disposición de los votantes 60 puntos, número quizá excesivo; muchos ya están en la constitución, y no se cumplen; además la retractación del elogio al nombramiento de Alberto Carrasquilla por razones políticas sería motivo de preocupación.
Enrique Peñalosa ofrece gestión para mejorar la calidad de vida y la competitividad pero no precisa las reformas radicales necesarias para cumplir los propósitos que plantea. Federico Gutiérrez propone reducir la desigualdad mediante el crecimiento, pero no ha especificado cómo lograría el objetivo.
Gustavo Petro ofrece dádivas a segmentos específicos del electorado, propone en forma irresponsable renunciar a los ingresos del petróleo, recita ideas desordenadas sobre el crecimiento con cadenas agroindustriales y se aclama, de manera inexacta, como potencial primer hijo del pueblo en el trono criollo. Juan Carlos Echeverry ofrece soluciones para la juventud, pero sin precisar los cambios de fondo que impulsaría.
María Fernanda Cabal se centra en lo que la diferencia de Petro; le faltan propuestas específicas y subestima la necesidad de regular mercados imperfectos, pero aporta convicción a la campaña.
Oscar Iván Zuluaga recita las prioridades uribistas ya conocidas, algunas muy discutibles: la confianza inversionista debe ser consecuencia de un Estado eficaz y no de ayudas fiscales. Rodolfo Hernández ofrece, al igual que Peñalosa, gestión de buena calidad; sus propuestas quizá no abordan con rigor la tareas para cumplir sus metas de menor desigualdad y mayor crecimiento.
Sergio Fajardo ha tenido como bandera mejorar la educación pública, también sin precisión; su situación puede complicarse porque la Contraloría lo ha incluido entre los posibles responsables del daño fiscal.
La prevalencia de la inscripción mediante vehículos diferentes de partidos políticos, la escasez de sugerencias para hacer eficaces las instituciones y la dispersión comunicativa, reflejo de la debilidad de los medios tradicionales, ponen en evidencia la fragilidad de nuestra democracia, nunca muy sólida y hoy erosionada por el desorden normativo de la Constitución de 1991.
Además preocupa la premisa prevalente de que un gobierno considerado de manera individual puede hacer diferencia, sin cambiar reglas para las funciones públicas básicas. Es más: en general los aspirantes deben declararan compromiso con la Carta, cuyos propósitos son laudables pero cuyos procesos son inconsistentes.
Sin partidos con siquiera 5% de votos para ser reconocidos en el legislador y plan de acción riguroso en los temas clave - buenas leyes, justicia eficaz, gestión limpia de lo público, crecimiento rápido con mayor productividad y reducción de desigualdad, monopolio efectivo de la capacidad coercitiva en manos del Estado, educación pública de buena calidad, articulación efectiva de centro y regiones - no habrá paz, prosperidad o felicidad.
Sería muy importante que algún candidato asumiera el compromiso de impulsar el cambio a un régimen más eficaz, en el que el legislador asuma responsabilidad por el resultado, la justicia sea independiente y la administración sea coherente. No servirá escoger a un aspirante. Sin reconocer que el sistema político es inadecuado no habrá futuro.