Los derechos esenciales en la tradición institucional de Occidente se recogieron en el Bill of Rights inglés de 1689, en el equivalente de EE.UU. de 1791, que cobija las primeras 10 enmiendas a la constitución de ese país, y en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, al comienzo de la revolución francesa. La declaración de 1948, en respuesta a las atrocidades de la segunda guerra mundial, es cimiento de las Naciones Unidas. Sin embargo, muchos países que la suscribieron no la han respetado; hasta el colapso de la Unión Soviética, Rusia, Ucrania y Bielorrusia, países miembros, tenían gobierno totalitario, como China, Cuba y Vietnam hoy. Tampoco lo hizo Chile bajo Augusto Pinochet.
En Colombia hubo violaciones masivas durante las guerras civiles entre liberales y conservadores, la última de las cuales terminó con los acuerdos de 1956, pero hubo recurrencia durante la era del bandolerismo en los sesenta, y después con motivo del conflicto con la guerrilla de discurso comunista, de creciente vínculo al narcotráfico internacional desde los ochenta, cuyos miembros desplegaron crueldad infinita con la población civil en nombre de la revolución proletaria. Hubo también episodios vergonzosos de homicidios practicados por miembros del ejército para construir credenciales bajo el amparo de rótulos mentirosos.
Procede reconocer los riesgos derivados de las inclinaciones patológicas: sicópatas, sociópatas y narcisistas pueden sumar 7% de la población total, y las ventajas para lograr propósitos políticos de quien tiene obsesiones hacen de las instituciones presa frecuente de personalidades desmesuradas, con serio peligro para los derechos humanos.
La Constitución de 1991 recogió de manera extensa los derechos humanos consagrados en la declaración de 1948, el acuerdo sobre no discriminación de 1965, los acuerdos sobre derechos económicos, sociales y culturales y sobre derechos civiles y políticos de 1976, y el acuerdo sobre derechos del niño de 1989. Además estableció la Corte Constitucional, encargada de pronunciarse sobre el cumplimiento de la Carta y el respeto por los derechos fundamentales. Sin embargo, la falta de rigor en la aplicación de criterios interpretativos abrió espacios para discusiones de aroma bizantino en un contexto institucional desordenado. Parece imposible organizar el Estado por los canales regulares previstos en la Constitución, debido al pésimo sistema para la formación y operación del Legislador, a quien corresponde hacer las normas que deben regir lo público y, por ende, la relación entre lo público y lo privado.
Todo esto redunda en ineficiencia administrativa y desperdicio del dinero del Estado por mal diseño de procesos fundamentales, sin que los gobiernos, incluido el actual, reconozcan lo evidente. Así las cosas, los derechos humanos parecen estar condenados a la calidad de rótulo en nuestro país, donde el Estado no ejerce el monopolio del poder coercitivo. Frente al pasado, con conflicto desde el primer día, se necesita convenir la hoja de ruta para materializarlos sobre la base del mutuo respeto, a través de la educación para la convivencia, cuyo desenlace final debería ser el reconocimiento de que todos los humanos somos iguales. El cambio solo parece posible mediante el referendo impulsado desde la sociedad civil, con estrategias de comunicación de carácter pedagógico.