El gobierno ha anunciado intención de comprar tierras con vocación agrícola a los ganaderos del país. Para que la idea tenga sentido los resultados deseados deben ser posibles. Esto, a su vez, exige evaluar cada negocio de manera independiente, pero siempre con la visión de formar núcleos extensos para lograr economías de escala en administración e infraestructura común. Desde el punto de vista económico, el estímulo para el trabajador de ser propietario del suelo es asunto menor; para volver realidad sostenible la iniciativa hay que proveer el paquete tecnológico adecuado para cada cultivo y el apoyo en la promoción de canales cooperativos para maquinaria y comercialización.
Cabe discusión sobre precio razonable. La tierra vale según lo que se espere de ella. Los precios comerciales por unidad de área incluyen el ingrediente especulativo atado a la posibilidad de encontrar usos más rentables que los identificados hoy. Nadie sabe cómo será el futuro, pero las reglas idóneas para compra por el Estado exigen pronósticos de producción, precio, costo y tasa de cambio a largo plazo.
El precio de compra de la tierra debe ser similar a la diferencia, para muchos años hacia adelante, entre la suma de los ingresos, de una parte, y el de las inversiones en activos fijos, los costos y los gastos, de la otra. No debería haber impuestos significativos por la venta de activos en este esquema, pues se está poniendo en práctica una política de Estado para hacer canjes de flujos de caja con el fin de construir valor. Se debe hacer el cálculo del valor neto de la tierra en ganadería y compararlo con el resultado en agricultura. Para ambas actividades se deben evaluar varios escenarios. Se debe pagar La tierra en un plazo relativamente amplio, e involucrar este valor, con sus intereses, en las cuentas.
La diferencia, presuntamente en favor de la agricultura, debe compararse con el beneficio de otros usos para los recursos públicos comprometidos diferentes de los necesarios en seguridad, justicia, educación, salud, e infraestructura; la población rural debería tener estos servicios en todo caso.
En consecuencia, se debe revisar todo el plan financiero del Estado y sus oportunidades de inversión con criterio social y económico. Esta epopeya cerraría el espacio a otras. El monto de los recursos para comprar 3 millones de hectáreas a precio promedio de $15 millones por hectárea sería más de 10% del presupuesto de la Nación para un año.
Después vendrían muchos otros esfuerzos financieros para cultivo, cosecha y venta. Además e requiere aseguramiento. Sin alta probabilidad de éxito no se debe acometer este esfuerzo. Hacerlo con el compromiso de vigencias futuras sería peor que financiarlo con bonos: las exiguas tasas de crecimiento que resultarían de las políticas del gobierno en diversos frentes no permitirían mayor margen de maniobra en el mediano plazo.
Entre los principales interrogantes cabe señalar que la agricultura en el mundo actual es de alta tecnología, y los cultivos intensivos en mano de obra en general exigen mucho conocimiento. Además la población rural no necesariamente tiene vocación agrícola: incluso es probable que no se haya trasladado a urbes porque el lento crecimiento económico desde los 80 no ofrece oportunidades, pese a las diferencias en ingreso y servicios. No se debe ejecutar lo intuido por el gobernante sin someterlo a revisión rigurosa.