El régimen presidencial rige en Latinoamérica. Establece la responsabilidad de administrar en cabeza de una persona elegida en forma independiente del legislador. La concentración de responsabilidad, autoridad y representación simbólica del régimen presidencial es inadecuada para el mundo de hoy, cuyas complejidades desbordan la supuesta separación de poderes entre legislador, justicia y administración, que se puede convertir en la compra del primero por el tercero, con los recursos públicos. La Convención de Filadelfia en 1787 formalizó, tras complejas negociaciones entre los padres fundadores de los Estados Unidos, la primera democracia liberal del mundo.
Allí George Washington rechazó la oferta de monarquía y aceptó ser presidente por cuatro años, prorrogables por períodos iguales. La misma convención estableció el Congreso bicameral, inspirado por el modelo inglés. Hispanoamérica adoptó muchos elementos del esquema de Filadelfia a raíz de la invasión napoleónica a la península en 1808 y el consecuente debilitamiento del imperio borbónico, que condujo a la independencia de las colonias excepto Cuba y Puerto Rico.
El Estado ha crecido en todo el mundo desde el siglo XIX. Latinoamérica no ha sido excepción: aumentaron las responsabilidades judiciales, policiva y administrativa con el crecimiento poblacional y económico. En el siglo XX llegaron la educación pública universal, los servicios de salud y, en general, los elementos de la malla de protección social exigida por una población cada vez más urbana y alfabeta. Se concilió la pugna entre gobierno central y regional, se impulsó la industrialización y la población se multiplicó porque la tasa de natalidad se mantuvo alta hasta hace medio siglo, en tanto que la expectativa de vida subió.
En los setenta comenzó la vinculación latinoamericana a la economía internacional, con el apoyo de divisas petroleras canalizadas por la banca comercial; luego se sucedieron la crisis de la deuda, la liberalización comercial y la desindustrialización, todo bajo el manto de regímenes presidenciales, sin estrategias eficaces de largo plazo que redujeran desigualdad y, al tiempo, impulsaran crecimiento a tasas sostenidas.
Hoy EE.UU. es el único país desarrollado con régimen presidencial claro; aún Francia tiene elementos importantes de régimen parlamentario. No hay sistema perfecto, pero la complejidad de las tareas que enfrenta la humanidad obliga a diseñar sistemas diferentes de los prevalentes. Con base en el modelo aplicado por el capital internacional tras cuatro siglos de reflexión sobre gobierno corporativo, cabe estudiar la posibilidad de establecer una junta de gobierno designada por los legisladores de dos períodos sucesivos, para que tenga conformación estable, y que ella nombre y evalúe al equipo de administración. Los escépticos sobre cúpulas pluripersonales pueden revisar la experiencia de Suiza; además la historia registra múltiples aciertos de administración pública en diversos sitios con órganos colegiados.
En este sistema todo el equipo comparte responsabilidades. La fórmula obviaría los dramas de primeros ministros puestos en vilo por sus propios partidos en los regímenes parlamentarios y evitaría la tentación de papel protagónico de los presidenciales. Por supuesto, ajustar la administración no es suficiente pero sería paso acertado hacia un Estado acorde con las necesidades.