El sistema monetario del mundo debe atender necesidades preventivas, transaccionales y especulativas, como sostuvo Keynes. Nunca ha sido ordenado ni estable. En el renacimiento italiano el ducado veneciano y la lira florentina, monedas de oro de características similares, fueron las más usadas en Europa entre la revolución comercial del siglo 12 y el siglo 16, cuando Occidente comenzó la conquista del mundo, que duró hasta mediados del siglo veinte. Con la colonización de México, Perú y Bolivia, la producción de plata de Hispanoamérica cambió el equilibrio entre los metales, con serios efectos inflacionarios. La libra esterlina, moneda que presidió los mercados durante la dominación comercial de Gran Bretaña, desde el siglo 17 hasta la primera guerra mundial.
El dólar americano se estableció como referente en Bretton Woods en 1944, pero su convertibilidad a US$35 por onza troy se suspendió en 1971. Los derechos especiales de giro reconocidos en los registros del Fondo Monetario Internacional no son moneda, y no han sustituido las divisas para los negocios que cruzan fronteras. Desde 1973 los valores relativos de los bienes se fijan con apoyo en tasas de cambio fijadas por los mercados, con distorsiones serias frente a las productividades relativas de los países.
El mundo debe articular mejor las tareas de alcance global, con el fin de lograr crecimiento sostenible y reducir la desigualdad, pero la situación es paradójica: aunque es preciso buscar convergencias, los intereses de quienes administran las comunidades están en conflicto con ese propósito. La situación en materia monetaria es muy compleja: desde la recesión mundial de 2007-2009 los países desarrollados, en particular EE.UU. y la Unión Europea, han optado por la laxitud cuantitativa, apoyados primero en los cambios de la economía mundial por el crecimiento rápido de China con mejoras de productividad, y después en la caída del valor relativo de los productos primarios desde mediados de la presente década. Se ha forjado una nociva escuela de teoría monetaria, cuyas consecuencias pueden ser muy graves, cuando las circunstancias que han impedido el aumento desbordado de los precios en general cambien.
En ese momento la deuda pública del planeta habrá gravado a futuras generaciones de manera excesiva, y puede haber desorden por la conjunción de inflación y crecimiento ínfimo. El asunto es serio, pero el horizonte de los gobernantes y sus partidos en todo el globo es el necesario para mantenerse en el poder. Las evidentes soluciones, que incluyen la integración de países y el mejor diseño de procesos públicos en general para lograr los objetivos sociales, económicos y ambientales necesarios, no se abordan. Ojalá se reflexione con seriedad pronto: los retos son enormes y las instituciones insuficientes.