Evaluar con seriedad el desempeño de quienes administran las instituciones públicas o privadas del mundo no es fácil. Las pasiones y los sesgos interfieren en el juicio. En el caso de las públicas, median afiliaciones. En muchos casos el asunto se asimila a las preferencias por equipos deportivos: la evaluación parte de la premisa de que, por definición, quien administra acierta o yerra por la mera coincidencia entre su identidad de grupo y la de quien evalúa. Se hace caso omiso de que los resultados en materia de bienestar material pueden depender de precios de productos primarios, tasa de cambio o innovaciones del sector privado, asuntos externos a la administración, y se imputa el resultado a la magia del gobernante. En el caso de las privadas, los accionistas casi siempre siguen los lineamientos de juntas directivas, en muchos casos conformadas por personas con perfil profesional similar al del evaluado, de manera que los criterios no serán objetivos porque la evaluación puede ser referente para la del evaluador en su respectiva institución.
El mayor problema en la evaluación del desempeño puede ser el tiempo utilizado para el examen. En las empresas es muy importante asegurar los resultados de corto plazo, hasta cierto punto. Por esta razón conviene establecer metas anuales para muy pocas variables y remunerar según el cumplimiento. Sin embargo, esta práctica puede impulsar en exceso resultados de corto plazo en conflicto con los de largo plazo. Lo cierto debe pesar más que lo probable, y este más que lo solo posible, pero los tres estadios deben contar. De igual forma, en lo público es importante trascender el propósito de lograr votos, para centrarse en el bienestar de los habitantes de la respectiva unidad política, sea una urbe o un país grande. El criterio de los votantes puede evolucionar con el tiempo, pero es bueno construir un marco de referencia compartido, que aproveche la experiencia y formule principios de mutuo respeto como punto de partida para el ordenamiento social.
Parte esencial de la tarea del administrador es aportar los elementos necesarios para juzgar de manera equilibrada la situación, los criterios de selección y la decisión misma que se haya tomado o se proponga. Ello implica la formulación de narrativas como propuestas, políticas en lo público, y estratégicas en lo privado. No hay certeza de acertar, pero el error organizado siempre producirá mecanismos de ajuste de manera más fácil que los sistemas de gestión fundados en el caos. Es imposible conocer con precisión el futuro, pero se puede construir un mundo menos aleatorio mediante la concertación entre los partícipes. Así, si se definen preferencias y todas las personas asumen compromisos que conlleven alguna sanción si cambian, se podrá sumar las selecciones de todos para tomar decisiones sobre inversión pública y privada, sobre ciencia e innovación, sobre infraestructura y sobre servicios de salud y educación.
Por supuesto, es importante respetar el derecho a cambiar preferencias, pero el ordenamiento social construido con seriedad alrededor de opciones asociadas a las ventajas comparativas de cada ciudad región puede ser el camino para defender la libertad y al tiempo facilitar la eficiente asignación de recursos. La consecuencia natural será organizarnos para aprovechar oportunidades y mitigar riesgos como fruto de esfuerzo colectivo.