Las constituciones son el conjunto de normas que definen un sistema político. En 1991, bajo C. Gaviria, una Asamblea reunida en Bogotá hizo nueva Carta, que fijó con acierto el propósito de construir el Estado Social de Derecho y definió los derechos fundamentales y la vinculación de los ciudadanos a la vida pública como cimiento de convivencia. Pese a estos aciertos, la Constitución actual, con retórica descentralizadora, pero en realidad centralista, contradice los propósitos enunciados, por lo cual merece revisión ordenada. El mecanismo improvisado para la redacción de la Carta la hizo extensa y plagada de inconsistencias: no está redactada para la ciudadanía. En sus tres décadas de vigencia ha sido objeto de muchas modificaciones, pero los procesos básicos del Estado no funcionan bien porque su diseño no es acertado.
El régimen presidencial, cuyo principal practicante es EE.UU., con base en lo establecido en la Constitución de Filadelfia de 1787, no es apropiado para el mundo de hoy: la gran mayoría de países desarrollados tienen régimen parlamentario o mixto. La formación del legislador, quien hace las reglas del sistema político, es inadecuada; en la práctica, la iniciativa para redactar proyectos de ley ha quedado en buena parte en cabeza del gobierno de turno, quien impulsa sus propuestas con contraprestaciones a cargo de las finanzas públicas. Los procesos electorales no son transparentes, pues no hay verdaderos partidos y los aspirantes a los cargos públicos de elección popular deben movilizar los recursos para financiar sus campañas: en la práctica, los procesos electorales para escoger servidores públicos son ejercicios de marketing, y no oportunidades para evaluar alternativas ordenadas alrededor de los asuntos vitales.
La justicia no es independiente de la política y su eficacia es discutible. La geografía política es ineficaz porque el papel de los departamentos es tenue y la desarticulación entre gobierno central y regiones es evidente. El sistema de control no establece responsabilidad y autoridad como correspondería, y por ende no asegura que las transacciones sean consistentes con objetivos y restricciones establecidos con claridad.
Es preciso reconocer que el Estado en Colombia no funciona en forma siquiera aceptable. No es solo consecuencia de desaciertos electorales sucesivos: en el corazón del problema está el mal diseño. Como consecuencia de las disfuncionalidades de lo público, no hay oportunidades adecuadas para todos, base de la confianza universal. La legitimidad de propósitos no justifica procesos deficientes. La ineficacia del Estado, producto de la historia, es mundial, pero Colombia es caso extremo. El pasado ayuda a entender el presente, pero no resuelve los retos. Existen reglas para construir procesos y estructuras eficaces sin poner en peligro lo bueno, y ajustarlos de manera sistemática con sentido crítico.
Además, hay procedimientos para establecer mecanismos de transición. Lo público debe aprender del ámbito privado en lo relacionado con la construcción de organización para lograr propósitos: la cúpula administrativa debe ser pluripersonal, con miembros escogidos por la máxima instancia representativa, que a su vez debe definir reglas coherentes y efectivas para lograr los propósitos escogidos, y la justicia debe estar libre de criterios políticos. Buenas instituciones impulsan valores acertados.