La tarea central del Congreso en nuestro sistema político es hacer las leyes. Tiene, pues, a su cargo modificar la Constitución, hacer las Leyes Estatutarias y Ordinarias, y aprobar algunos actos administrativos importantes, como la Ley del Presupuesto y los Planes de Desarrollo cuatrienales. Para cumplir en forma debida con estas responsabilidades es preciso estudiar. El punto de partida natural sería identificar asuntos críticos para ajustar o repensar, con fundamento en propuestas programáticas y con las herramientas apropiadas para entender el impacto ulterior de las modificaciones en el cambio normativo. Se anota que en nuestro sistema la iniciativa, en general, está en cabeza del ejecutivo, sin control efectivo, y orientado con criterios cortoplacistas, alimentados por la reticencia institucional a que el Estado asuma compromisos con cargo a vigencias futuras.
No hay en Colombia partidos políticos verdaderos, que sirvan como canales únicos para la financiación de campañas políticas, formulen planes y programas para consideración de los electores, y los ejecuten si ganan.
Nuestros políticos profesionales no tienen responsabilidad sobre la administración pero sí suelen exigir contraprestaciones por el voto favorable a las propuestas del gobierno. La consecuencia es mala calidad del gasto público, cuyo costo es enorme: las ejecutorias del presente no tienen el impacto debido y necesario en los años futuros, lo cual es freno para el desarrollo social y económico. Además la financiación de campañas, el mayor problema de la democracia moderna, es a cargo de cada candidato, con expectativa de reembolso si logra cierto número de votos. La consecuencia perversa es que se requiere movilizar del orden de $2.000 o $3.000 millones para materializar una aspiración a Cámara de Representantes, cuya remuneración es del orden de $1.000 millones en cuatro años si se logra el resultado deseado. Además, como consecuencia de la distribución de recursos sin procedimientos rigurosos, el gasto público no atiende las estrategias apropiadas para cada ciudad región, pese a que la ilusión de 1991 era la autonomía regional. El impacto económico negativo de esta situación es muy grave.
Entre los costos del mal diseño del Congreso se destaca el efecto negativo de la ineficacia de la desacreditada justicia. Hay consenso sobre la necesidad de enderezarla, y algunos candidatos han señalado la conveniencia de usar mecanismos como Asamblea Constitucional o Referendo, pero pocas personas reconocen lo lógico: si el Congreso no es capaz de hacer las reformas necesarias, es preciso reformarlo a él. No tiene sentido corregir consecuencias sin corregir causas, porque se corre el riesgo de perder los beneficios de cualquier mejora si el futuro no se construye con procesos apropiados: se puede dañar todo lo que se haga por el deterioro natural de las cosas en ámbitos enfermos, o por retrocesos impulsados con mermelada.
No se puede persistir en el costo de tener un mal legislador. El problema no es solo de moralidad pública: el desorden del diseño institucional criollo tiene un costo abrumador. Hay que volver a construir el avión en pleno vuelo. Es mucho más barato y fácil rediseñar los procesos públicos básicos, con el cuidado necesario para proteger los proyectos importantes y buenos que hay en el Estado, que continuar con las instituciones existentes.