Durante el siglo veinte la humanidad multiplicó por cuatro su número, se urbanizó, se volvió letrada, aumentó su expectativa de vida y se integró gracias a herramientas novedosas de comunicación. Esta transformación tuvo consecuencias impensadas: emergen tareas que involucran a todos los humanos. Las principales quizá son tres: reducir la desigualdad y eliminar la pobreza, enfrentar las consecuencias del envejecimiento y mitigar el impacto de las prácticas de la especie en el entorno y las demás especies vivas.
La pobreza es marcada en África al sur del Sahara: excede 40% de la población y 60% no tiene servicio de agua corriente. Más de la mitad todavía es rural, cuando la actividad agropecuaria hoy es intensiva en tecnología, por lo cual las prácticas ancestrales tienen espacio limitado; muchos habitantes del mundo rural no aman el campo ni tendrán oportunidades en actividades agrarias, porque la eficiencia en la producción y el abaratamiento del transporte cambiaron el asunto. Latinoamérica es la región más desigual; en México y Colombia, el Estado no es relevante en la distribución del ingreso. La tarea no consiste en rebajar la calidad de vida de unos para mejorar la de otros, sino aumentar la productividad en los países no desarrollados y organizar mejor los desarrollados. Corregir las anomalías aumentará los precios de alimentos en relación con los demás bienes y servicios, pues el mayor ingreso irá acompañado de mayor consumo, pero el mundo tiene amplio espacio para hacer más eficiente el uso de lo escaso.
Los problemas del envejecimiento son claros: al aumentar la diferencia entre la expectativa de vida y la duración de la fase productiva se hace necesario acumular ahorro para sostener a la población improductiva y proveer servicios de salud, de naturaleza solidaria, con costos crecientes a medida que la edad aumenta. Esta situación, cada día más seria, exige mayor aporte de los beneficiarios en sistemas solidarios de pensión, que se logra con más alta edad de jubilación y educación continua para preservar la capacidad de generación de ingresos laborales.
Son evidentes los efectos de los combustibles fósiles en la temperatura de la atmósfera y la acidificación del océano, así como el gran número de especies en peligro de extinción. El asunto exige mejor diseño de usos y conciencia general sobre la importancia de cuidar lo escaso.
Para abordar estas tareas es preciso revisar la institucionalidad del mundo, como se hizo en 1945, al terminar las guerras mundiales. En ese momento la humanidad se miró al espejo con horror ante las atrocidades. La expectativa era positiva: se suponía que el crecimiento sostenido general no tendría obstáculos y que el respeto por derechos fundamentales se impondría en todas partes. Lo primero no resultó cierto, y lo segundo ha tenido serios tropiezos, incluso en el Occidente próspero. El reto hoy es todavía más complejo, pues los fracasos podrían desembocar en catástrofe. Es necesario acometer las tres tareas, con planes de alcance inusitado. La base de la transformación es buena educación para todos, para mejorar el entendimiento de lo público y propiciar la construcción de esquemas de convivencia más acertados. Podrían aflorar caminos a la paz permanente con procesos apropiados para preservar lo bueno y promover cambios de manera sistemática. La suerte está echada.