Borges sostenía que el tiempo es circular y la historia parece darle la razón. Hay años, como este 2020 en los que se apretujan las noticias de una década completa y que, cuando llegan, nos ponen a pensar, a revisar el rumbo y a modificar nuestras costumbres. 1968 fue uno de esos años en los que ocurrió de todo, incluyendo una pandemia: la poco recordada gripe de Hong Kong que, según las limitadas estadísticas de la época, se llevó a más de un millón de seres humanos.
Uno de los acontecimientos más relevantes de ese 1968 abarrotado de eventos ocurrió en el mes de mayo, cuando los estudiantes de La Sorbona asumieron como propias las protestas que en marzo habían iniciado sus condiscípulos de la universidad de Nanterre para reivindicar su autonomía individual, sexual y política, sumando a los motivos iniciales del tumulto el descontento con el sistema educativo, la guerra de Vietnam, la burocracia, el capitalismo y el autoritarismo con que se conducía la sociedad francesa, e iniciando una huelga que paralizó al país y puso en vilo al mundo durante varios días.
Muchas de las consignas que se acuñaron en esa primavera se convirtieron en icónicos grafitis que, a pesar de haber sido meticulosamente borrados de las paredes donde se plasmaron, aún conservan su relevancia. Con una de esas expresiones, la célebre sous les pavés, la plage, los manifestantes justificaron el uso de los adoquines de las calles del Barrio Latino de París como materia prima para la construcción de barricadas y como armas arrojadizas, al tiempo que los elevaron a la categoría de insignias de la libertad en medio de los disturbios.
Aunque las revueltas se fueron disolviendo a medida que entraba el verano con la convocatoria a elecciones anticipadas, el gobierno encabezado por el general Charles de Gaulle (el cargo de alcalde de París había sido abolido en 1871 y se reinstauró en 1977 cuando Jacques Chirac fue elegido para esa función) quiso desvanecer también el perturbador recuerdo de los amotinamientos e inició de manera silenciosa pero eficaz la reconstrucción de las calles destrozadas, cubriendo con asfalto los adoquines que quedaban.
Hoy, cincuenta y dos años después de ocurridas las protestas, siguen apareciendo coleccionistas interesados en adquirir los emblemáticos bloques de granito que con el paso de los años han desaparecido del paisaje parisino, seguramente porque el nuevo pavimento impide verlos, pero aviva su significado alegórico.
En nuestras actividades cotidianas con frecuencia asfaltamos adoquines de manera deliberada o inconsciente. Ocultamos las dificultades bajo capas y capas de excusas sin tomarnos el tiempo ni el trabajo de identificar, afrontar y buscar soluciones a las causas reales de los problemas. Vivimos abrumados por una infinidad de paradigmas que nos hacen inmunes a la creatividad y miopes ante la necesaria transformación de nuestras vidas.
El singular año que termina se ha encargado de poner en jaque muchos arquetipos con los que convivíamos sin cuestionar su validez: no se concebía el saludo sin estrechar la mano; sin besos y abrazos era imposible expresar afecto y para ser productivos era necesario desplazarse al lugar de trabajo.
No es necesario caer en el trance de la utopía para construir un mundo distinto, donde los adoquines muestren su lustre sin hacer daño y sin necesidad de ocultarlos, si encaramos los contratiempos con la valentía del luchador que es consciente de los riesgos de la batalla y con la humildad del ser que reconoce que no todo está bajo su control.
¿Cuántos adoquines incómodos del año 2020 vamos a ocultar en el 2021? ¿Cuántos mostraremos orgullosos, por haberles exprimido todas sus enseñanzas?