Enseña Wikipedia ─la fuente de conocimiento preferida por quienes viven de afán─ que Demóstenes y Aristóteles vieron la luz en Atenas, el primero y en Estagira, el segundo, en el mismo año. Era el 384 antes de nuestra era. Ambos son reconocidos por haber sentado los fundamentos del arte de la palabra, que siguen siendo hoy la espina dorsal de nuestra comunicación oral. No sorprende el desarrollo de la retórica y de la oratoria en la cuna de la civilización occidental si tomamos en cuenta que para los helénicos la voz no era simplemente el instrumento para expresar sus ideas, pensamientos y opiniones, sino que tenía un apreciable valor estético. De hecho, a menudo se menciona que los antiguos griegos hablaban cantando, lo cual resulta de gran utilidad cuando de transmitir emociones se trata.
Veintitrés siglos después, surgió uno de los más destacados y elocuentes oradores de la historia: Sir Winston Churchill. En 1897, siendo un joven oficial del ejército británico destacado en la India, escribió su Scaffolding of Rhetoric, cuya primera frase afirma que “de todos los talentos otorgados a los hombres, ninguno es tan precioso como el don de la oratoria” que él utilizó de manera magistral durante toda su carrera política y con particular eficacia durante su mandato como primer ministro entre 1940 y 1945, cuando a través de sus magníficos discursos logró la cohesión del pueblo británico frente a la amenaza nazi.
La oratoria permite comunicar ideas, cautivar audiencias, conseguir seguidores y en ocasiones viciar sentimientos. Sin embargo, ser un buen orador, como los hay tantos, no es necesariamente una cualidad paralela al liderazgo movilizador. Para alcanzar esta condición es preciso ser coherente y veraz, evitar la manipulación retórica, generar confianza, comunicar con altura y, sobre todo, cultivar la capacidad de prestar atención. Aunque no hay evidencia en ninguno de los discursos que de él se conservan, también se le atribuye a Churchill haber sentenciado que “coraje es lo que se necesita para ponerse de pie y hablar; coraje es también lo que se requiere para sentarse y escuchar”. Sumada al dominio de la palabra, la apertura para prestar oídos a los demás marca la diferencia entre el líder inspirador y el caudillo vociferante. Esta habilidad abre las puertas a nuevas conexiones, ayuda a identificar y resolver problemas, evita sesgos y aumenta la comprensión de los demás. El talento para atender nace de la curiosidad y se afina a medida que reconocemos el interés genuino por conectarnos con los demás, dejamos las actitudes defensivas y evitamos la trampa de los juicios anticipados o malintencionados. El silencio en las conversaciones es un valioso aliado para perfeccionar la habilidad de marras. En las pausas se consigue la comprensión del interlocutor; aprovecharlas para interiorizar lo expresado en lugar de atiborrar con palabras los silencios incómodos, permite escuchar para comprender y no para responder.
Aprender a oír es una decisión personal que requiere decisión y esfuerzo. No es suficiente hacerlo con atención, hay que escuchar con la intención clara y consciente de saciar la curiosidad sin descalificar ni minimizar las opiniones de los demás. Para ello se requiere ese coraje que Churchill (o quien quiera que haya pronunciado la frase) consideró tan relevante.