Igual que las marcas comerciales más reconocidas, los estados tienen lemas. Algunos despliegan anhelos patrióticos como el nuestro de “Libertad y orden”, el francés de “Libertad, igualdad, fraternidad” o el brasileño de “Orden y progreso”; otros evocan lugares comunes como “La unión hace la fuerza” que comparten naciones tan disímiles como Bélgica, Bolivia, Bulgaria, Haití, Holanda y Malasia; algunos más declaran compromisos profundos como el sudafricano de “Unidad en la diversidad” y otros causan curiosidad como el Dieu et mon droit del Reino Unido o las decenas que se expresan en latín, tal vez para dar pompa y solemnidad a su contenido.
De la amplia colección de expresiones latinas con las que se identifican varios países, llama la atención por su alcance una que aparece en el Gran Sello de los Estados Unidos y en algunas de sus monedas: se trata de la declaración E pluribus unum, que resume la intención de las 13 colonias originales de convertirse en una sola nación. Pero, además de aludir a un empeño de unidad, este lema también evoca la preponderancia de los objetivos comunes, de no apalancar las agendas personales en las metas colectivas, de subordinar los intereses particulares privilegiando el beneficio general, de entender que el esfuerzo propio potencializa los resultados grupales, en últimas, de hacer de muchos, uno, que es el significado literal de este enunciado.
Por rimbombante que suene, E pluribus unum debía ser el propósito esencial de todos los equipos de trabajo, aunque materializar tal intención y convertirla en resultados concretos parezca poco menos que una quimera en este reino del individualismo sin límites en que vivimos. Pero caer en el pesimismo es la alternativa menos aconsejable, pues no se trata de hacer un llamado a la genuflexión acrítica ni una convocatoria a la inconveniente y peligrosa unanimidad de pensamiento.
Es más bien una invitación al esfuerzo genuino de los integrantes de cualquier colectividad para dar lo mejor de cada uno, sin ambages, sin disculpas y con la participación decidida de todos, de tal suerte que el aporte individual sea determinante para producir (y para exceder) los resultados. Así como una orquesta sinfónica no puede interpretar una gran obra sin la intervención juiciosa de la totalidad de sus músicos, un equipo no puede maximizar su rendimiento si uno o varios de sus miembros van remolcados por los demás. No valen la indiferencia, las excusas ni los intentos por pasar desapercibidos.
Los integrantes de un equipo o de una comunidad tenemos una contribución valiosa que entregar y que no está necesariamente circunscrita al conocimiento, a la experiencia o a la jerarquía de la posición ocupada. La pasión, la creatividad, la capacidad de imaginar el futuro de manera positiva y sobre todo el compromiso, son aportes que todos podemos ofrecer. Ese compromiso personal e indelegable es la fuerza interior que nos impide arrojar desperdicios al piso, o desconocer su incómoda presencia cuando los vemos y que se demuestra recolectando los que aparecen en nuestro camino. Preguntémonos entonces si estamos botando desechos, si nos hacemos los de la vista gorda cuando los vemos, o si al encontrarlos, los levantamos y disponemos adecuadamente de ellos. ¿Nos interesa convivir en un ambiente limpio del que todos nos beneficiemos, o nos conformamos con quejarnos y culpar a los demás por la basura que pateamos y no recogemos?