Comenzando por la palabra estrategia, derivada del vocablo griego stratēgía, que se refiere al oficio del general, muchos términos que hoy se utilizan en el lenguaje corporativo tienen origen militar o eran utilizados en contextos bélicos.
Esta práctica resulta comprensible si consideramos que, en el mundo de los negocios, los competidores eran a menudo percibidos como rivales que había que derrotar para consolidar monopolios y así despertar en los adversarios la admiración, la reverencia, el respeto o el temor (que entonces eran considerados símbolos inequívocos de éxito) tal como lo hizo el despiadado Cornelius Vanderbilt al apuntalar su imperio ferroviario en los Estados Unidos.
En 1972, casi un siglo después de la muerte del magnate de los rieles, el ejército norteamericano publicó el término de Soft Skills en uno de sus manuales de entrenamiento, para referirse a todas las competencias que no involucraban el uso de armas o maquinaria, pero que eran aconsejables para manejar a las tropas.
En nuestra lengua se ha abierto camino la traducción de esa expresión como «habilidades blandas», que resulta muy desafortunada si consideramos la tercera de las seis acepciones del adjetivo, pues el diccionario de la Real Academia Española lo señala como sinónimo de pusilanimidad y debilidad de carácter, lo cual riñe de manera evidente con los atributos necesarios para poner en práctica aquellas destrezas humanas que no se aprenden en las instituciones educativas.
Aunque el argumento semántico podría ser considerado por algunos como motivo suficiente para desechar el apelativo dado a las habilidades de marras, es preciso recordar que las modificaciones del lenguaje no implican cambios en las convicciones y por lo tanto se hace necesario un proceso evolutivo que, por fortuna se comienza a observar.
Durante muchos años las empresas privilegiaron el conocimiento medible junto con la experiencia ─especialmente financiera y comercial─ para la selección de directivos y la promoción de sus sucesores, dejando las destrezas humanas como un adorno gracioso, pero no como un requisito esencial para el desempeño. Este enfoque garantizaba el logro de las metas en tareas específicas, pero dejaba a la deriva la obtención de resultados a través de las personas, que es la responsabilidad fundamental de los líderes.
Con el paso del tiempo, las empresas han aceptado que ni el conocimiento ni la tecnología constituyen un diferenciador suficiente, pues están al alcance de todos los individuos.
Como consecuencia de ello reconocen que su mayor ventaja competitiva radica en las personas y comienzan a ajustar los criterios de escogencia del talento. Hoy por hoy, la inteligencia emocional, la creatividad, la influencia social, la adaptabilidad, la resiliencia y a la integridad tienen mayor peso que el conocimiento específico o a la experiencia, a la hora de seleccionar al ocupante de una posición de liderazgo.
A raíz del auge de la inteligencia artificial, las destrezas humanas adquieren mayor relevancia pues marcan la diferencia entre el algoritmo y el criterio. Por ahora, ni ChatGPT ni sus sucedáneos incorporan nada parecido a la Teoría de la Mente; no cuentan con intuición ni capacidad de discernimiento y carecen de principios éticos. Como algunos de los personajes que llenan los titulares de la prensa nacional esta semana.