Denis Diderot, padre del enciclopedismo francés, fue un pensador obsesivo que dedicó más de dos décadas de su existencia a compilar todo el conocimiento humano del siglo XVIII en una sola obra, convirtiéndose, junto con su colega Jean le Rond d’Alembert, en el artífice de los 22 tomos de la Enciclopedia o diccionario razonado de ciencias, artes y oficios, cuyo primer volumen se publicó en 1751. Gracias a esta obsesión, el mundo le abrió las puertas a la Ilustración, que a la postre se convirtió en una de las corrientes de mayor influencia en la revolución francesa.
El movimiento de la ilustración, emblema del siglo de las luces, buscaba eliminar el atraso intelectual reinante por fuera de los monasterios y fomentar el progreso de la sociedad a través del acceso abierto al conocimiento y el desarrollo de la razón para crear sabiduría colectiva. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, la enciclopedia jugó un papel preponderante en la educación de los niños alrededor del mundo y, por consiguiente, en la expansión del conocimiento. Guardo vivos recuerdos de la preparación de mis tareas escolares en compañía del Tesoro de la juventud; de cómo saciaba mi curiosidad por la historia con los tres enormes tomos de la Enciclopedia metódica Larousse que aún conservo, o de las deliciosas horas que pasaba con una querida amiga de la adolescencia, disfrutando de la hermosa Encyclopaedia Britannica, que ocupaba un lugar de predominio en su casa.
La llegada de los computadores condujo a la desaparición lenta pero inexorable de las enciclopedias impresas −y de paso, de muchas bibliotecas domésticas− que fueron reemplazadas por la novedosa Encarta, con su atractivo y colorido contenido multimedia. Efímera fue la vida de este repositorio de información creado por Microsoft, pues al tiempo con el siglo XXI y con la masificación del internet nació Wikipedia, una base de datos colaborativa que pretende concentrar toda la sabiduría humana en un solo lugar.
Hasta aquí parece haber unidad de propósito entre Wikipedia y la enciclopedia de Diderot, pero en una lamentable paradoja, la facilidad que ofrecen los buscadores de internet para acceder a cualquier dato de interés parece haber debilitado la motivación del internauta por profundizar y contrastar puntos de vista. A menudo pasamos por alto que los datos no son sinónimo de información, que esta no implica conocimiento, que el conocimiento dista mucho de la sapiencia y que para el crecimiento intelectual es preciso leer, investigar, indagar, comparar, discernir y, sobre todo, fortalecer el criterio.
Con la invasión de las redes sociales que nada forman y poco informan, se abrió un profundo abismo. Parecen estar diseñadas para banalizar, distorsionar, mentir, esclavizar, descalificar y polarizar, y raras veces para educar o construir. Por ellas somos testigos de la omnipresencia de influenciadores afiebrados y de las amenazas de patanes inescrupulosos que pretenden sustituir a profesores, analistas y eruditos explotando las pasiones mientras apagan a punta de manipulación, la capacidad de raciocinio de sus corifeos.
Sin demeritar los beneficios que el buen uso de las herramientas digitales trae, debemos ser cautelosos para evitar que el sueño de Diderot y el sapere aude (o atreverse a saber) de Horacio, sucumban ante la dictadura de los tuits.