Analistas 08/02/2022

Elevar el liderazgo femenino

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH

El ejército norteamericano, que a finales de 1940 no superaba los 300.000 integrantes, en 1942 había decuplicado su tamaño para atender los imperativos que imponía la Segunda Guerra Mundial. Los dos millones ochocientos mil nuevos soldados dejaron un enorme boquete en la fuerza laboral de un país que creaba empleos profusamente para sanar su economía recién salida de una década de depresión.

A raíz de esa realidad se rompió el arquetipo del trabajo femenino que hasta entonces estaba circunscrito a las mujeres solteras y se limitaba a actividades como la docencia, el soporte administrativo y el servicio doméstico.

La participación femenina en la fuerza laboral norteamericana creció porcentualmente como consecuencia obvia del alistamiento de los hombres en la milicia (aumentó de 27% en 1940 a 37% al final de la guerra) y se extendió también a actividades productivas consideradas, hasta entonces, exclusivas de los varones. De esta evolución en el mundo del trabajo surgió la icónica figura de Rosie the Riveter, como símbolo de la capacidad de las mujeres para desempeñarse con éxito en campos antes vedados para ellas.

En el caso colombiano hay un avance significativo en la participación femenina en el mercado laboral, que ha pasado de 57,1% a comienzos de este siglo hasta alcanzar un máximo de 63,5% en 2015, disminuyendo en los últimos años para situarse en 61,7%, de acuerdo con las estadísticas del Banco Mundial. Aunque estas cifras parecen indicar una tendencia positiva, la tasa de desempleo de las mujeres en nuestro país sigue mostrando una brecha preocupante: en diciembre del año pasado fue de 14,9% frente a 8,3% de los hombres.

Estos datos son cuantitativos y por supuesto deben ser complementados con información cualitativa que, aunque escasa, es muy diciente. Un informe publicado por la Universidad Nacional días antes del comienzo de la pandemia señala que 13,5% de las mujeres trabajadoras se desempeñan en labores domésticas o no retribuidas y que las que tienen empleos remunerados reciben salarios inferiores a los de los varones, a pesar de contar con mayor formación que ellos.

Si aceptamos que ya no hay marcha atrás en la coexistencia de los entornos de oficina tradicionales con la actividad remota, el desafío para los empleadores en materia de trabajo femenino consiste en desarrollar prácticas culturales inclusivas y diversas que impulsen el surgimiento de opciones de liderazgo para las mujeres de manera natural. Y esto implica una responsabilidad compartida. Por parte de ellas, la convicción de que los cargos directivos son una posibilidad real y alcanzable de carrera y, de otro lado, la promoción activa de programas de empoderamiento femenino a cargo de las empresas y de sus juntas directivas. El 82% de los participantes en un estudio global adelantado por LHH afirma que elevar el liderazgo de las mujeres en las organizaciones es una prioridad de primer orden, mientras que apenas 28% está satisfecho con sus logros en esta materia.

Resulta perentorio eliminar la tranquilidad que asoma cuando aumenta el número de cargos ocupados por mujeres y más bien debemos concentrarnos en mejorar la calidad de sus empleos, equilibrar su remuneración y aumentar su relevancia en las empresas. Para ello conviene recordar el lema de Rosie the Riveter: “we can do it!”

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