La diversidad que caracteriza a nuestro país es inmensa. A menudo alabamos la variedad de sus climas y paisajes, la exuberancia de su fauna y flora, la riqueza de sus culturas y tradiciones, pero rara vez exaltamos la heterogeneidad de la población colombiana y menos aún la aprovechamos como catalizador de la inclusión. A pesar de que hace más de cinco siglos nos convertimos en un crisol de razas y etnias ─que debería habernos puesto a la vanguardia en materia de tolerancia y entendimiento─ no hemos sido capaces de capitalizar tal ventaja en beneficio de la sociedad.
Esto es la consecuencia de haber aceptado como axiomas ciertos juicios arbitrarios que han evolucionado al ritmo del progreso del país y fomentado la discriminación y la discordia. Recientemente ha hecho carrera el etéreo concepto de la “deuda ancestral” que resulta difícil de digerir porque la injustificada clasificación de los colombianos entre acreedores y morosos, lejos de promover el progreso resulta ominosa, divide y obstaculiza la convivencia. Sin embargo, subsiste una deuda que podríamos calificar de ancestral, no por referirse a los antepasados de nadie, sino por vieja y olvidada; este antiguo pasivo regresó en mi memoria a propósito de la reforma pensional que comienza a ganar prioridad en la agenda del nuevo gobierno: se trata de los aportes que el Estado ha debido hacer para financiar la jubilación de los colombianos desde enero de 1967.
El lunes 19 de diciembre de 1966, mientras la Asamblea General de la ONU adoptaba el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Consejo Directivo del Instituto Colombiano de Seguros Sociales (entonces Icss, luego ISS y ahora Colpensiones) expidió el Acuerdo 224, que dio vida al sistema de prestaciones de invalidez, vejez y muerte. Su artículo 33 fijó un régimen de contribuciones en el que los empleadores aportaban la mitad de las cuotas, mientras que los trabajadores y el Estado debían cubrir una cuarta parte cada uno. Al inicio, el monto de las cotizaciones era de 6% de los salarios asegurados y debía aumentar quinquenalmente hasta alcanzar 22% de dichos salarios en 1992.
El incumplimiento por parte del Estado ha sido una de las causas por las cuales resulta imperativo redefinir (no refinanciar) nuestro régimen pensional pensando en la generación que hace su debut en las actividades productivas. Este ejercicio pasa por alinear el acceso a las pensiones con el aumento en la expectativa de vida de los colombianos; universalizar una renta mínima de vejez complementada con los ahorros de los afiliados según su capacidad; marchitar los regímenes especiales que otorgan pensiones vitalicias a ciudadanos de 40 años, y reglamentar las pensiones de sobrevivientes que, por cuenta de su abuso, multiplican hasta por tres la reserva actuarial requerida para pagarlas.
En 1967 la financiación de las obligaciones pensionales no era prioritaria, pero sí resultaba previsible que, de no recibir las contribuciones necesarias, el sistema acabaría colapsando. La mejor forma de cubrir esta deuda ancestral consiste en estructurar, a través de la concertación eficaz y focalizada, un sistema de pilares que, en lugar de promover la competencia entre los regímenes de prima media y de ahorro individual, asegure el cumplimiento del artículo 46 de la Constitución Nacional.