Todos los días tomamos decisiones que se ven impactadas por nuestros propios sesgos; esas creencias íntimas y muchas veces inconscientes que nos impiden tener una visión más amplia, más llena de matices y más enriquecedora. Si no los identificamos y dominamos, pueden terminar promoviendo una especie de dictadura interior, visceral y binaria que nos puede llevar, en el peor de los casos, a desacreditar a las personas dependiendo de la categoría en que las encasillemos, a desconocer la verdad cuando es contraria a nuestras opiniones y a agruparnos en clanes excluyentes que se caracterizan porque todos sus integrantes piensan igual, se creen depositarios de la verdad revelada y se sienten obligados a librar batallas cotidianas para convertir a todos los que transitan por senderos “equivocados”. A las buenas o a las malas; con argumentos o con amenazas; por la razón o por la fuerza.
La exclusión, producto de los sesgos que cargamos, ha sido el ingrediente común de muchos de los episodios que nos avergüenzan a lo largo de la historia de la humanidad: las cruzadas, el holocausto, el apartheid, la segregación, la yihad, solo para mencionar algunos, han sido promovidos por esos clanes cerrados, usualmente liderados por sujetos en cuyas actuaciones prevalecieron los prejuicios sobre la sustantividad. En los tiempos que corren presenciamos conflictos impulsados por políticos y gobernantes de todos los rincones del planeta y de ambos extremos ideológicos, que podrían evitarse si tuviéramos conciencia sobre las aprensiones que determinan los comportamientos de quienes se empeñan en imponer su verdad y pretenden dominar a través de la manipulación y la descalificación de sus contradictores.
Para reconocer los peligrosos estereotipos que impactan nuestras relaciones con los demás, es necesario entender de dónde surgen. Algunos, como los relacionados con la edad, la raza o el sexo nacen del significado que le damos a la simple presencia física de las personas y de cómo esa apariencia encaja en nuestros estándares individuales. Otros, como los que tienen que ver con la nacionalidad, el estado civil, la religión, la educación, las costumbres, la ideología política o la posición social, solamente aparecen después de cierta interacción más o menos profunda y también nos mueven a etiquetar automáticamente a los demás, según nuestros juicios particulares.
En el mundo empresarial resulta de particular importancia mitigar los sesgos inconscientes que son, en todos los casos, producto de percepciones individuales, con el propósito de promover y consolidar culturas de inclusión donde todas las personas sean valoradas, respaldadas y tratadas con dignidad y respeto, donde tengan acceso equitativo a los recursos y oportunidades que ofrece la organización y donde existan las condiciones necesarias para que cada individuo pueda alcanzar su máximo potencial, para contribuir eficazmente al logro de las metas de la compañía. La inclusión no se logra través de la expedición de normas y procedimientos, ni mediante la utilización del horroroso y poco práctico lenguaje inclusivo. Hay muchas técnicas y herramientas que nos permiten reflexionar sobre nuestros sesgos inconscientes para evitar que acaben contaminando nuestras acciones y una muy sencilla consiste en recordar con frecuencia los conocidos versos del poeta asturiano Ramón de Campoamor: ”y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”.