Con amenazas de vandalismo, invitaciones a suspender las marchas y noticias fabricadas para todos los gustos, se aproxima el tradicional desfile del 20 de julio, cuando conmemoraremos doscientos once años del agarrón a puñetazo limpio protagonizado por el cachaco Pantaleón Sanz de Santamaría y el gaditano José González Llorente frente a la tienda del costado nororiental de la plaza mayor de Santafé, que acabó siendo reconocido como el preludio de nuestro proceso de independencia de España y que de paso, es el origen de un sinnúmero de problemas que luego de dos siglos continúan sin solución. Desde entonces los habitantes de la Gran Colombia, la Nueva Granada, la Confederación Granadina, los Estados Unidos de Colombia y la República de Colombia nos hemos especializado en resolver mal (o no resolver) los aprietos que enfrentamos, para luego rasgarnos las vestiduras con asombro por la forma en que éstos se convierten en atolladeros monumentales y aparentemente infranqueables.
Como si fuéramos inmunes a aprender de la experiencia, nos empecinamos en pasar por alto las causas que originan nuestros conflictos y preferimos concentrarnos en sus ruidos. Así ha sucedido desde las míticas desavenencias entre Bolívar y Santander hasta el paro nacional que comenzó el 28 de abril (y que nadie sabe a ciencia cierta si ya finalizó), con episodios que suelen repetirse con demencial frecuencia.
En el capítulo de problemas, desacuerdos, conflictos y disputas de su Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadana 2020, el Dane nos entrega cifras que ilustran tan arraigada manía: ante el surgimiento de un problema, un 44% de los encuestados optó por no hacer nada; apenas 35% acudió a las autoridades ─que en 29% de los casos puestos en su conocimiento tampoco hicieron nada─ y un preocupante 0,7% de los afectados reaccionó de manera violenta o acudió a mecanismos ilegales para solucionar el conflicto.
Las dificultades mal abordadas o dejadas a la deriva, que luego se transforman en apuros mayores, son el resultado de las actitudes cómodas de gobernantes, empresarios, empleados, vecinos y familiares que haciéndose los de la vista gorda o esperando a que las pugnas se disuelvan por arte de magia, demuestran su incapacidad para dimensionar las dificultades, su proclividad a la procrastinación y su afán por minimizarlo todo, convirtiéndose a sí mismos, en una inexplicable paradoja, en sus más prominentes obstáculos.
Dejar los problemas en remojo indefinido puede convertirse en la fórmula perfecta para el fracaso, o en el mejor de los casos, para el anquilosamiento. La innovación, la sostenibilidad y la solidez de las organizaciones son la consecuencia de actitudes flexibles y adaptativas de los responsables de los resultados y ese talante individual, que debería convertirse en atributo cultural generalizado, permite entender, abordar y resolver los problemas basándose en la identificación precisa de las causas que los originan y buscando alternativas que las disminuyan, corrijan o eliminen.
Es el momento de desligarse del molde rígido de las soluciones esplendorosas, demoradas y “perfectas”, para concentrarse en agregar valor con agilidad. Esto se traduce en arriesgarse rápido, implementar rápido, corregir rápido y aprender de los errores para avanzar en la dirección esperada.