Muchas empresas han incorporado el respeto dentro de sus declaraciones de principios y valores. Un buen número de estas lo promueven de manera permanente en todas sus instancias, le hacen seguimiento a través de encuestas de clima laboral y las más avezadas lo incorporan y evalúan dentro del ejercicio de desempeño de sus líderes, todo con el propósito de convertirlo en un hábito vivo que apoye el desarrollo y el arraigo de un ambiente de trabajo inclusivo, sano y productivo.
Sin embargo, no faltan las entidades que se auto promocionan como dechados del respeto por las personas en pomposos carteles, pero se contradicen con las acciones cotidianas de quienes están en la obligación no solo de ejercerlo, sino de dar ejemplo. Tal fue el caso de Enron Corporation, que pregonaba con cinismo el respeto ─junto con la integridad, la excelencia y la comunicación─ como uno de sus principios rectores, a pesar de los comportamientos manifiestamente divergentes de los directivos del gigante energético. No es necesario practicarle una autopsia a Enron tras dos décadas de su caída, para concluir que la vacuidad de sus valores se tradujo en una pérdida del 99.3% en la cotización de sus acciones, en el derrumbe de su calificación crediticia, en la ruina de sus 21.000 empleados y 4.500 jubilados, en la debacle de Arthur Andersen LLP y, finalmente, en su estruendosa quiebra en diciembre de 2001.
El respeto se gana a partir de su demostración consistente y reiterada
Mas allá de ser decretado como uno de sus valores corporativos por algunas empresas, el respeto mutuo es el ingrediente primario en la construcción de relaciones armónicas tanto en el trabajo como en la sociedad, pues sobre él se edifica la confianza y la seguridad de los asociados. Su ausencia hace inviable el afianzamiento de culturas positivas en las que todos los integrantes de un conglomerado se sientan valorados, comprometidos y motivados a dar lo mejor de sí mismos en beneficio de su colectividad. Ser respetuoso implica dar prelación a la verdad, sin perder la objetividad; significa aceptar a las personas por lo que son, a pesar de los desacuerdos, pero nunca consentir, y menos aún aplaudir, los comportamientos delictivos, inmorales, contrarios a la ética o nocivos para la comunidad. Aunque el respeto a menudo se demuestra a través del lenguaje, no debe confundirse con la zalamería o la ambigüedad en el trato, ni como mecanismo disimulado para disfrazar u ocultar la realidad.
El respeto debe ser recíproco y se gana a partir de su demostración consistente y reiterada. Exigirlo o imponerlo no parece ser el camino más acertado, pues lo convertiría en amenaza, coerción o intimidación. Por esto causa escozor la orden presidencial de utilizar lenguaje respetuoso con el ELN (artículo 3 de la Resolución 194 del 8 de julio de 2023), que por fortuna cobija únicamente a los funcionarios del Estado. Aunque cumple con el mandato del ejecutivo, calificar como una «organización armada rebelde» a un grupúsculo de terroristas dirigidos por unos carcamales arrogantes y desconectados, es contraevidente y falaz.
Cuando el lenguaje respetuoso se sustenta en el terreno de la ficción, es percibido como fraudulento y lisonjero. Pero, peor aún, resulta irrespetuoso y ofensivo para quienes, a diferencia de los analistas de Enron, tienen la capacidad de observar y analizar el entorno con claridad y sin ambages.