Analistas 21/03/2020

Almagro ya ganó

Hector Schamis
Analista

Era el domingo 6 de diciembre de 2011 en Managua. Noche electoral, Dante Caputo, jefe de la misión de la OEA, declaró que diversas irregularidades impidieron el trabajo de los observadores en 10 de los 52 centros de votación. Es decir, dijo que 20% de las mesas no habían sido observadas. “Nos taparon el radar”, fue la metáfora que nos dejó.

Al mismo tiempo, el Secretario General Insulza en Washington felicitaba calurosamente a Ortega por su victoria. Convalidando un fraude electoral, le dio la espalda a todo un departamento e hizo un desplante a un excanciller, a su vez funcionario de la OEA.

Sepa el lector, y los Jefes de Estado y de Gobierno de las Américas, que el entonces Jefe de Gabinete de Insulza quiere ser elegido Secretario General de la OEA el día 20.

El 5 de diciembre de 2014 fue inaugurado en Quito el edificio Néstor Kirchner. Era la sede de Unasur. Aquellos fueron los 15 minutos de gloria de Rafael Correa, su efímero éxito de política exterior.

Alba, Petrocaribe, Unasur, Celac, la densa red de alianzas y organismos castro-chavistas fue diseñada como rival y sustituta de la OEA. Se basaba en el petróleo alrededor de US$100, como ocurrió en la primera década de este siglo, y en una OEA debilitada y desfinanciada, como fue el caso bajo Insulza. La sopa de letras del nuevo multilateralismo regional, aquella fue la estrategia cubana para el hemisferio.

Pues Correa siempre fue un locuaz defensor de un continente sin la OEA, duro crítico de la Cidh y proponente de un sistema de fiscalización de derechos humanos exclusivamente latinoamericano, lejos de Washington.
Sepa el lector, y los Jefes de Estado y de Gobierno de las Américas, que la excanciller y Ministra de Defensa de Correa aspiraba a ser elegida Secretaria General de la OEA el día 20.

Nótese el contraste: la observación electoral de la OEA tiene hoy reconocimiento en todo el mundo y el respaldo de su Secretario General. Unasur, por su parte, es un organismo difunto, reducido a tres miembros: Guyana, Surinam y la Venezuela de Nicolás Maduro. La de Uruguay esta semana fue la más reciente deserción.

Son dos anécdotas. Sirven como ilustración del tiempo que hemos vivido y como evidencia que Almagro ya ganó.

Su OEA evoca la de Alejandro Orfila. Quienes crecimos bajo la larga sombra de las dictaduras militares teníamos a la OEA como faro de luz durante aquella larga noche. Para venezolanos, bolivianos, nicaragüenses-y también cubanos-ocurre igual hoy con la OEA de Almagro.

La Comisión Interamericana de entonces arrinconó a los dictadores. Denuncias, visitas in loco, misiones diplomáticas, medidas cautelares; la OEA salvaba vidas. Hoy, también.

En el tiempo además se convirtió en una fuerza democratizadora, una vez que las transiciones de los ochenta estuvieron definidas por la agenda de Derechos Humanos. Insulza, Correa, Maduro y los aspirantes que hoy los representan habrían dicho que la OEA era “intervencionista”.

Pues eso hacen. Desentierran una concepción arcaica de la soberanía, pretexto discursivo con el que protegen a Nicolás Maduro y se hacen cómplices de sus crímenes, encubren el fraude del expresidente Evo Morales, justifican la represión descontrolada de Ortega-Murillo y legitiman la dictadura castrista, entre otros.

En contraste, Almagro ganó por estar anclado en el mandato de la Organización, la arquitectura del multilateralismo hemisférico que dice que América es un continente de democracias. Y solo de democracias.

Piénsese en términos contractuales. El articulo 1 de la Carta Democrática Interamericana dice que “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”.

Es un tratado suscripto entre Estados de manera libre y voluntaria. Establece un régimen internacional comparable a cualquier otro, por ejemplo, de limitación de armas nucleares, comercial, o de aeronavegación. “Intervenir”, por ende, es equivalente a una demanda por incumplimiento.

En todo régimen internacional, como el consagrado en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el principio de reciprocidad es fundante entre las partes. Una porción de la soberanía es así cedida y transferida a dicha instancia supra-nacional. La paz y la seguridad-bienes públicos indispensables-se derivan de las normas compartidas y se logran por medio de la fiscalización mutua.

Un mundo de soberanías irrestrictas es la coartada perfecta de los déspotas. Almagro ya ganó por haber dejado estos principios firmes, tallados en piedra. Los otros aspirantes los ignoran o los callan por complicidad. Los Estados miembros del Sistema Interamericano los conocen, solo deben recordarlos a la hora de elegir un Secretario General de la OEA.

Sepa el lector, y los Jefes de Estado y de Gobierno de las Américas, que la única manera de honrar estos principios es reconfirmando a Luis Almagro en el cargo.

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