Primero fue el gobierno de Australia llamando a una investigación internacional sobre la propagación de COVID-19 y la poca transparencia y aparente responsabilidad de China, a un mínimo por negligencia. Con ello se hacía eco de los reclamos de Washington, que incluían además examinar el papel del director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus.
Las primeras reacciones de Beijing fueron relativamente sutiles, urgiendo a Australia a abandonar el reclamo por constituir una injusta estigmatización. Hasta ahí las fricciones diplomáticas de rutina, excepto que la controversia se tornó menos elegante una vez que la prensa oficial le subió la temperatura a su retórica.
“Global Times”, órgano del Partido Comunista, advirtió a Canberra esta semana que sería “extremadamente peligroso” involucrarse en los conflictos entre ambas potencias “dada la alta dependencia de Australia en la economía china”. Ello podría derivar en un “golpe fatal”, aconsejando entonces reconsiderar sus relaciones estratégicas con Washington. Siendo que “la capacidad de disuasión” de Australia frente a China es menor que la de Estados Unidos, “ello le haría sufrir mayor dolor”.
Es muy cierto, las asimetrías son marcadas. Australia exporta a China 87 mil millones de dólares al año, más que a Japón, Corea del Sur y Estados Unidos combinados. Los estudiantes chinos dejan US$12.000 millones al año en universidades australianas solo en concepto de matrícula.
No obstante, una vez alcanzado el pico en 2015 el volumen de comercio “Aussie-Sino” ha descendido, en parte como respuesta a un creciente numero de voces que reclaman mayor diversificación. Ello ha incluido la negativa a la entrada de la telecom Huwei, tema prioritario para Beijing en Australia y en todas partes.
Esta pequeña historia ilustra el delicado entrelazamiento de la pandemia con las disputas comerciales. No son temas separados, juntos refuerzan aún más la percepción en Occidente—y que no es tan solo percepción—de que China es un “bully”. El caso es útil, Australia en un poder mediano, con un producto menor que Brasil e India pero mayor al de México e Indonesia. Quienes son víctimas de la presión de Huwei, a propósito de bully, deberían prestar atención a Australia.
El problema para China, sin embargo, es que ha encontrado su imagen especular en Trump. La retórica del presidente es beligerante, pero los cargos que formula no son producto de su imaginación. Trump busca forzar a Beijing a la mesa de negociaciones por razones que expertos en comercio internacional, y al menos cuatro presidentes antes que él, conocen sobradamente: China manipula el tipo de cambio, viola derechos de propiedad intelectual y sus regulaciones laboral y medioambiental son deficientes por decir lo menos.
O sea, así obtiene ventajas injustas e indebidas, quebrantando las normas de reciprocidad que estructuran el régimen de comercio internacional. Allí reside su superávit con Estados Unidos. No se trata de xenofobia, se trata de comercio. China hace trampa hace mucho tiempo, ayer con la OMC, hoy con la OMS.
Tómese lo de Australia entonces como una ventana para observar el paralelo entre las disputas comerciales y el tratamiento de la pandemia, pues muestra similar opacidad. Australia le inflige daño reputacional, pues revela que lo que vale para la balanza comercial sirve para la salud pública y la vida. Y, de nuevo, son es tan solo Trump. También han emitido fuertes declaraciones al respecto los gobiernos de Alemania, Francia y el Reino Unido, con particular severidad para con China tanto como la OMS.
Al final el virus no parece haber sido un arma bacteriológica, según aquella teoría conspirativa, pero lo que sí ha producido es suficiente para preocuparse. Existe evidencia basada en mapeos del tráfico aéreo desde y hacia Wuhan durante las primeras semanas de la epidemia que de por sí indica la conveniencia de una futura investigación.
Hacia fin de enero toda la provincia de Hubei había sido aislada del país, y el tráfico aéreo interno reducido a un 10% de lo normal a comienzos de febrero. El día 3, la OMS declaró que no había razones para interferir con los vuelos internacionales, lo cuales se mantuvieron en alrededor del 60% de su nivel habitual entre Wuhan y ciudades de Asia y Europa. La OMS declaró la pandemia el 11 de marzo y recién a fines de dicho mes la autoridad de aviación civil china suspendió un 90 por ciento de los vuelos internacionales. El virus se propagó hacia el oeste durante esos dos meses, disminuyendo en China.
El título de este texto parafrasea el de “Global Times”: “Australia should distance itself from a possible new China-US ‘cold war’”. Es el debate de la época, términos que utilizaremos con mayor frecuencia en la post-pandemia probablemente, cuando la necesidad de revertir la recesión global aumente aún más el poder estructural de las grandes economías y estas compitan por el acceso a activos subvaluados en el resto del mundo.
Medio siglo desde el descongelamiento del ping-pong, China se transformó con reformas profundas que consolidaron su capitalismo de partido único: descentralizar la riqueza—con un 60% del producto, 70% de la innovación tecnológica, 80% del empleo urbano y 90% de la exportaciones en manos privadas—para re-centralizar los recursos políticos. Es la receta de superpotencia que envidian todos los autócratas del planeta.
Si no es una nueva Guerra Fría, probablemente la post pandemia exacerbe esta bipolaridad. No es una noticia tranquilizadora. Es una bipolaridad de menor densidad institucional que la anterior, sin muchas “redes bajo el trapecio”. Aquellos bloques y sus instituciones, desde los pactos y tratados hasta los acuerdos de limitación de armas nucleares, ofrecían reaseguros, incentivos para la estabilidad. En definitiva, la Guerra Fría fue el periodo más prolongado de paz europea en la historia. La consecuencia inmediata de la “paz” de los noventa fue el genocidio en los Balcanes.
Hoy como entonces, Europa siempre termina en el dilema de alinearse o mantener una calculada equidistancia. Lo segundo no le será simple ni útil. A diferencia de la bipolaridad anterior, en la que buena parte del bloque “oriental” en realidad era “occidental”, es decir europeo, es esta nueva bipolaridad la que parece reproducir un verdadero “choque de civilizaciones”. De ahí que muchos hablen hoy de conflicto civilizatorio, es decir, China como una amenaza existencial para “Occidente” como un todo.
“Occidente”, término difícil que a menudo genera sospechas de etnocentrismo, su definición bien puede rastrearse hasta sus dos pilares cognitivos cardinales: uno es el racionalismo, la idea que el conocimiento se deriva del razonamiento deductivo, no de verdades reveladas por monarca, iglesia, Estado o partido alguno. El otro es la Ilustración, la corriente intelectual y filosófica que, de manera complementaria a la anterior, proclamó la centralidad de la libertad individual y la tolerancia religiosa.
En relación a esto, resuenan justamente las palabras de Angela Merkel al inaugurar la presidencia alemana del Consejo de la Unión Europea este 27 de mayo: “Europa no es neutral, tenemos valores que defender, los valores de Occidente. Son valores que deben ser respetados”.
Dicho por la Canciller de Alemania, es una bocanada de aire fresco que ratifica lo obvio pero necesario recordar. No es cosa solo de xenófobos, racistas, nacionalistas, populistas y fascistas reconocer la existencia e identidad definida de Occidente, subrayado y sin comillas, y procurar su integridad.
En realidad, hasta se puede ser muy de izquierda y estar de acuerdo. De hecho, el pensamiento socialista, y en todas sus vertientes, también es heredero del racionalismo y la Ilustración. Y estos son los valores que la nueva Guerra Fría bien podría erosionar.