Esta revolución cultural de izquierda se ha diseñado para derrotar a la Revolución Americana…Existe un nuevo fascismo de extrema izquierda que demanda absoluta lealtad. Quien no hable su lenguaje, ejecute sus rituales, recite sus mantras y siga sus directivas, será censurado, prohibido, perseguido y castigado. Es una auténtica definición de totalitarismo, extraña a nuestra cultura y nuestros valores…Este ataque a nuestra libertad debe ser detenido, y será detenido muy rápidamente.
Así se refería Trump a “Cancel Culture”, el movimiento social que promueve el avergonzamiento público y el boicot a individuos y empresas en respuesta a declaraciones o acciones que consideren ofensivos. Concretamente, se trata de promover el “escrache”, práctica de innegable linaje fascista.
De ahí que “fascismo de extrema izquierda”, si bien semánticamente oximorónico, no sea inadecuado en esta circunstancia. Con ello, Trump le imprimió intencionalidad electoral al tema. Pero casi al unísono, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, exponente de la nueva izquierda Demócrata, ilustró e hizo la perfecta demostración empírica de “Cancel Culture”.
Y además dándole la razón al Presidente, tal vez de manera inadvertida. “Oh, esa es la señal para que busque en Google cómo preparar tu propio adobo”, tuiteó el jueves 9. Fue el inicio del escrache y boicot a la empresa Goya Foods en represalia por los elogios que el CEO de la empresa, Bob Unanue, tuvo para con Trump.
Unanue es nieto de un español llegado a Estados Unidos en 1904. Goya es una verdadera institución, la primera fabricante de alimentos para el mercado latino en el país que emplea a 4.000 personas. Vivan el multiculturalismo y la identidad latina, por supuesto, siempre y cuando estén alineados con el novel dogmatismo Demócrata.
La anécdota es emblemática del dilema intelectual, ético y político al que se enfrenta el Partido Demócrata. Un grupo de pensadores progresistas, con Noam Chomsky entre ellos, publicó en la revista Harper’s una “Carta sobre la justicia y el debate abierto”. Cuestionan una serie de actitudes políticas que debilitan la discusión. Y expresan preocupación por actitudes y prácticas generalizadas: la intolerancia, el avergonzamiento público del oponente y la tendencia a reducir cuestiones complejas a ciegas certidumbres morales.
La reflexión es bienvenida, el escrache no tiene cabida en una sociedad democrática (Ocasio-Cortez no parece haberle prestado atención a la publicación). Sin embargo, dicha carta está imbuida de un sesgo ideológico: en su prosa, “las fuerzas del iliberalismo” solo están representadas por Trump y la derecha. El récord de la izquierda, a propósito de iliberalismos, se soslaya, lo cual es desafortunado habiendo demostrado el socialismo su capacidad de producir aborrecibles experimentos totalitarios.
Por ende, la carta también es insuficiente. Para preservar “el disenso en buena fe” que se predica, hay un concepto que falta: stalinismo. Lo que describen, en definitiva-la uniformidad de las opiniones, el disciplinamiento del pensamiento, la complacencia con una impostada corrección ideológica-es exactamente eso, stalinismo, una forma de dominación que sanciona la discrepancia y la libertad con el ostracismo burocrático, en su versión benigna, y con el Gulag, para los menos afortunados.
Noción que se parece bastante al heterodoxo “fascismo de extrema izquierda”, de hecho. El problema es que el iliberalismo de la izquierda, que no es escaso, recibe menos atención en dicha reflexión colectiva. De ahí que el progresismo americano transite hoy por una zona de ambigüedad intelectual, fenómeno que ocurre no solo entre académicos sino también entre políticos de similar persuasión.
Ejemplos no faltan. Biden anuncia que, de ser electo, levantará sanciones contra el régimen cubano. Sanders se define socialista-obviando que el sistema socialista se basa en una economía centralmente planificada y un régimen de partido único. Además elogia las políticas educativas de Cuba, define a Maduro como presidente legítimo y afirma que Evo Morales fue derrocado por un golpe (“en Ecuador”, dijo).
Al interior del Partido Demócrata, el legendario Eliot Engel, congresista por Nueva York durante treinta años, perdió su nominación en la elección primaria con Jamaal Bowman. Autodefinido “socialista democrático”, Bowman contó con el activo apoyo de Sanders, Ocasio-Cortez y Elizabeth Warren.
Todo lo cual también resulta en una ambigüedad de tipo moral, no tan solo en imprecisiones conceptuales. Cuba es una dictadura de seis décadas; Maduro comanda un régimen criminal; Evo Morales cometió fraude, en la elección y mucho antes violando su propia Constitución para quedarse veinte años en el poder.
Es decir, el socialismo realmente existente no ha sido ni es democrático. Y el stalinismo es su inevitable fase superior, no por accidente sino por diseño. Esa es la discusión que el Partido Demócrata debe sostener.
Háganlo, recojan aquellos debates de los noventa a ambos lados del Atlántico, cuando el colapso del comunismo en Europa y la desaparición de la Unión Soviética dejaron claro el estrepitoso fracaso del socialismo como modo de producción y como sistema político. El sistema socialista solo dejó ruinas detrás, materiales y políticas desde luego, pero sobre todo éticas e intelectuales.
Si los demócratas persiguen este sistema, que lo digan y sean explícitos, pero dejen de hablar con eufemismos como “socialismo democrático”. Entre todas las crisis que se viven en Estados Unidos hay una menos mencionada: la de una izquierda confundida intelectualmente y abrumada de hipocresía. No es posible defender la justicia y la libertad sin un ancla moral; se trata de valores y principios. El escrache es inmoral.
Además tienen un problema de tipo electoral. Más allá de las encuestas de hoy, es Trump quien está más cerca del “mainstream” discursivo del país respecto al socialismo, es decir, de la narrativa histórica de ambos partidos. Y ello de Reagan a George H. W. Bush, tanto como de Kennedy a Bill Clinton. Pero claro, todo eso ocurrió en el siglo anterior.