Se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia tras una época muy larga de crispación y radicalidad agravada por las consecuencias de la pandemia y los disturbios callejeros y sociales protagonizados por una parte de la población cada vez más necesitada y vulnerable ante la situación en la que viven, que llevó, como no podía ser de otro modo a una campaña donde las descalificaciones primaron sobre las propuestas, al margen de que ya nadie se crea nada o casi nada de lo que pueda decir ningún político.
A eso hay que añadir el cansancio de la ciudadanía por los desmanes realizados durante años de lo que llaman “los partidos tradicionales”, todos ellos asociados a términos como: corrupción, nepotismo, mermelada, clientelismo, chaqueterismo (hoy piensan una cosa y mañana sin ningún pudor, la contraria), despotismo…
Algunos de los candidatos cercanos a dichos partidos “de siempre” intentaron convencer al votante con el famoso, “sí, pero no”. ¿Qué quiere decir esto? Que efectivamente formaban parte de la clase política de antaño, pero que iban a hacer las cosas de una manera muy distinta a como se habían ido haciendo hasta ahora.
No lo lograron. Casi el setenta por ciento de los que votaron el último domingo de mayo, no les creyeron el cuento. Primera reflexión que deberían hacer tanto los candidatos derrotados como sus votantes.
Como no podía ser de otra manera, ante este panorama, las dos alternativas que pasaron a la siguiente y definitiva vuelta representaban, por un lado, a aquellos grupos de electores hastiados de lo que habían vivido durante años o a otros que realmente encontraban en los dos candidatos finalistas una vía de cambio real. En cualquier caso, ambos con posturas antagónicas, radicales y que buscaban sin el mayor género de duda la confrontación entre ellos y con el poder establecido.
Hasta aquí podríamos decir que todo normal. Ahora llega la parte más curiosa y sorprendente y dicha curiosidad y sorpresa afecta tanto al comportamiento de los candidatos como de muchos de los electores.
En cuanto a los candidatos, de una campaña descalificadora, burda hasta rozar el ridículo en muchos momentos, llena de contradicciones, medias verdades por no decir mentiras, demagogia barata, pasan a una moderación que resulta hasta vergonzante. Su discurso se carga de buenismo, de fingida sensatez, de frases como: “gobernaré para todos los colombianos”, buscan tender puentes y hasta abrazar a aquellos que hace apenas unos días eran sus mayores enemigos, diciendo que “todos los que quieran tienen cabida en mi proyecto”, desaparecen los titulares radicales que generan vítores o pánico y pretenden ganarse a aquel electorado que les tachó de impresentables hasta el pasado domingo.
Poniéndome en la piel de estos dos personajes “curiosos”, utilizando un término eufemístico e interpretable como cada uno quiera, lo puedo entender. Su memoria de pez, como buenos políticos o aprendices de esa profesión, hace que no recuerden o no les interese recordar lo dicho unos días o semanas atrás y ahora salen con otro discurso más soft.
Sin embargo, lo que me parece más sorprendente es la reacción de muchos que votaron por los candidatos del establishment político. Hasta el domingo a las cuatro de la tarde momento en el que cerraron las urnas, los dos finalistas eran poco menos que unos tuercebotas peligrosos que acabarían de una u otra manera con el país: por su populismo, su radicalismo, sus aseveraciones antediluvianas, su pasado controvertido, sus conexiones peligrosas con ciertos grupos guerrilleros, su probada inutilidad en la gestión, sus corruptelas…
Y de repente, como por arte de magia, todo lo anterior empieza a no ser algo tan grave. Quizás sea una manera inconsciente y a la vez entendible de justificar el por qué de su cambio en el voto para la segunda ronda. Es muy burdo decir que voto a X, porque no quiero que salga Y; lo que yo llamo contravoto.
Hay que empezar a buscar de debajo de las piedras argumentos que ayuden a sustentar la nueva decisión: frases sueltas sacadas de contexto, leves momentos de lucidez de los dos agraciados, situaciones empáticas que aparecen en los medios, para quedar uno tranquilo con su consciencia y acudir en unos días a votar pensando que: “lo que voy a votar es realmente lo que quiero votar”. En esta semana que llevamos tras la primera vuelta he oído decir cosas de Hernández y de Petro, pero en especial del primero, en cuanto a su idoneidad para ser presidente, que me han dejado perplejo, principalmente cuando esas mismas personas, políticos, periodistas antes de la primera ronda les maldecían “con truenos y centellas”. La razón ya la mencioné al principio de este párrafo.
A mí esto me tiene bien sorprendido y lo quiero unir a mi siguiente reflexión: la nula importancia que se da al voto en blanco en cualquier elección. No sólo en Colombia.
Vamos a poner encima de la mesa una hipótesis. Pensemos que el treinta por ciento aproximado que no votó por ninguno de los candidatos, votara en blanco o incluso que dicha cifra fuera superior al candidato finalista más votado. ¿Cómo habría que interpretar ese voto en blanco? Sería la opción más votada entre todas las posible. ¿Tendría sentido repetir el proceso electoral? ¿Los dos candidatos tendrían la hombría de dar un paso atrás y reconocer que han sido derrotados y que renuncian a gobernar?
No me cabe duda de que lo que digo es una simple hipótesis que jamás va a formar parte de ningún sistema electoral. Poner en valor la cifra de voto en blanco a la hora de determinar si hay candidato ganador o no es una auténtica quimera. Si estuviéramos rodeados de políticos de talla, consistentes, serios, que velan por los intereses del país, serían los primeros en aceptar el reto. Sin embargo, con la clase política que tenemos en tantos países, nada de esto sucederá. Lo que sí es cierto es que sería una buena solución para reducir y/o evitar el contravoto y que muchas personas no pierdan el tiempo en buscar razones para votar a alguien en quien no creen.
¡Mucha suerte, Colombia! Os merecéis algo mucho mejor que las dos opciones que hay sobre la mesa.