Para ser honesta, debo aceptar que en general, no me gustan las protestas. Creo que es un medio legítimo de expresión de la ciudadanía pero, salvo excepciones que se cuentan con los dedos de una sola mano, es difícil identificar las razones por las cuales la gente sale a protestar y terminan sumándose a causas legítimas toda clase de reclamos, sin relación entre sí, haciéndose inocuas las buenas intenciones iniciales. Por eso no me gustan. Dicho de otro modo, creo en la legitimidad de las protestas, pero creo que nuestras experiencias en la materia, indican que como sociedad no hemos sido eficientes ni responsables protestantes.
Lo anterior no obsta para reconocer, porque no podría ser de otra forma, el derecho de quienes encuentran en este medio, un canal de expresión de sus inquietudes, las promueven y las impulsan y procuran reunir en ellas a quienes, afines a sus intereses deciden salir a las calles, pacíficamente, a manifestar su inconformidad. Ojalá tuviéramos protestas coherentes, productivas, pensadas para verdaderamente lograr un cambio.
Cuando empezó la pandemia, estábamos en medio de la “Conversación Nacional”, que surgió como resultado de las protestas del 21 de noviembre. Durante esos días, Bogotá se paralizó, algunos tuvimos un teletrabajo forzado (sin imaginarnos que era el abrebocas de lo que venía), y hubo desmanes, de los que protestaron y los que reprimieron cuyo símbolo terminó siendo desafortunadamente el joven Dylan Cruz. Llegó la pandemia y con ella la necesidad de confinarnos y, como es natural, las aglomeraciones dejaron de convocarse.
Llevamos tres meses recluidos en nuestras casas, tratando de aplazar la curva de contagio, con un esfuerzo enorme del Gobierno, las empresas y los ciudadanos. Se han perdido millones de empleos y se van a perder más, porque ya está claro que por cuenta del covid-19 el mundo entró en recesión. En medio de ese panorama, ¿es acaso razonable o medianamente presentable, promover una marcha en Bogotá?
Independientemente de los motivos que además, por lo difusos y deshilvanados que son los discursos de base, son difíciles de identificar, y suponiendo que se puede ignorar el hecho de que en una ciudad emergencia, con pocos recursos, los inconformes se comportaron como vándalos destruyendo bienes públicos (aunque la alcaldesa dice lo contrario, que en realidad eran vándalos vestidos de protestantes) ¿Es lógico que se permita este tipo de aglomeraciones? ¿Es que acaso el derecho a la protesta prima de tal forma por encima de los derechos de los ciudadanos, que puede permitirse, ahora sí, las aglomeraciones? ¿No hay menos riesgo de contagio en visitar a los familiares ancianos, o en acudir en familia al supermercado, o en retomar la actividad laboral usando un tapabocas? No vi ningún protocolo de bioseguridad, ni aislamiento de dos metros, ni siquiera el elemental tapabocas.
El artículo 37 de la Constitución garantiza el derecho a la protesta, pero también reconoce que puede limitarse conforme a la ley. No será que en medio de los 114 Decretos Ley y las múltiples y ya casi incontables decisiones administrativas emitidas por el gobierno nacional y los gobiernos locales, ¿Hay algo que pueda conducir a concluir que en medio de una pandemia que se acerca a pasos agigantados a su pico, sí se tiene el derecho a restringir las “reuniones públicas y pacíficas” que nuestra constitución considera deben garantizarse? Absurda, irresponsable e inconsecuente la posición de quienes la promovieron (que además lo hacen desde la comodidad del Twitter), pero más absurdo e irresponsable el mensaje de los gobernantes, que pueden mantenernos encerrados e improductivos pero que se declaran incapaces legalmente de prohibir una protesta en medio de una pandemia. El problema no es la inconformidad, el problema no son las ideas. El problema es la oportunidad.