Finalmente, después de dos años, se firmó el nuevo tratado entre los tres países de América del Norte (T-MEC) que sustituye al tratado de libre comercio vigente desde 1994. Como todo tratado de comercio, el nuevo no es como tal uno de libre comercio, sino uno de comercio administrado, con restricciones varias en diferentes sectores de actividad económica, destacando por ejemplo lo acordado en materia de reglas de origen en el sector automotriz. Inclusive podría argumentarse que el nuevo tratado es en materia comercial menos libre que el Tlcan.
Sin embargo, incluye sectores que antes no estaban considerados como el comercio electrónico, la obligación para los tres países participantes de cumplir con los acuerdos internacionales en materia ambiental, la duración de las patentes de biomedicamentos y, muy particularmente en la relación entre México y Estados Unidos (de lo cual Canadá “se colgó”), los aspectos de carácter laboral, con la nueva controversia no resuelta aún sobre los “agregados laborales” que Estados Unidos situaría en nuestro país para supervisar y reportar la instrumentación de la reforma laboral recientemente aprobada.
Ningún tratado internacional es perfecto y siempre, en el resultado final de lo acordado, habrá algo que las partes involucradas hayan cedido. En este sentido, lo negociado y lo acordado es mejor que no haber tenido ningún tratado, sobre todo por la amenaza siempre presente por parte de Trump de denunciar el Tlcan en caso de no llegar a un nuevo acuerdo. Habiéndose firmado, el presidente lo festejó como si ya con esto se fueran a arreglar los problemas de México, particularmente en cuanto a la inversión y el crecimiento económico.
Es cierto que una parte de los proyectos de inversión se encontraban en espera de que se concretara el nuevo tratado, pero es claro que aunque éstos se materialicen en el futuro cercano, la sola entrada en vigor de este nuevo tratado, por ahí del segundo trimestre del próximo año (si es que no hay algo nuevo que detenga su ratificación en el Congreso de Estados Unidos, como lo de los agregados laborales o el juicio político en contra de Trump), no resolverá los problemas ni nos llevará a un escenario de mayores y permanentes tasas de crecimiento.
Dado lo anterior, ¿qué falta? Dos cosas, principalmente: certeza jurídica y confianza, o, puesto en otros términos, moverse hacia un íntegro Estado de derecho. Un año completo de reducción de los flujos de inversión refleja un deterioro por parte de los empresarios nacionales y extranjeros en la certeza, no sobre el rendimiento de la inversión y del capital, el cual siempre es incierto, sino en que las reglas del juego tienen que ser conocidas, estables y en que habrá la garantía de que éstas se cumplirán.
Diferentes decisiones de política pública han cambiado arbitrariamente las reglas y han introducido en consecuencia un elemento de incertidumbre institucional. La cancelación de la construcción del aeropuerto de Texcoco, el intento por desconocer los contratos de los gasoductos, la cancelación de las subastas eléctricas de largo plazo, la captura de los órganos reguladores en el sector energético, la presión sobre otros órganos que sirven de contrapeso y como un mecanismo de rendición de cuentas, la ley de extinción de dominio, etcétera, han minado la certeza y la confianza, y frente a esto no hay ningún tratado internacional que lo resuelva, por más que existan mecanismos de protección jurídica a la inversión extranjera o de las reglas del intercambio comercial.
El gobierno necesita replantearse sus objetivos y los instrumentos requeridos para lograrlos. Necesita poner énfasis en el crecimiento y para ello se requiere como condición necesaria la certidumbre institucional.