Este gobierno progresista de izquierda ha hecho lo que le ha venido en gana. No sólo nos ha acostumbrado a dar por sentado que las aberraciones, los trastornos, los vicios y la inmoralidad son comportamientos permitidos bajo su fracasada gestión, sino que ha tenido la desfachatez de doblegar el poder legítimo de las instituciones para seguir el derrotero impuesto por Maduro y sus aliados de Cuba.
Desde el mismo 7 de agosto de 2022, tras decapitar por decreto a la cúpula de generales y altos oficiales, debimos entender que la idea central de reivindicar a la guerrilla y vengar su memoria no tendría freno. Hoy, luego del amañado juicio y posterior fallo contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez, nos asomamos al precipicio sin fondo de la politización de la justicia.
Era inimaginable, y sin embargo se volvió realidad: un juicio gaseoso, carente de ponderación, vengativo y mezquino; un proceso sometido a la presión de ideologías, simpatías políticas y odios acumulados. Un juicio que más que decisión judicial, parecía capítulo inaugural del actual plan de gobierno.
Sabían que, atacando a Uribe -el gran colombiano, como lo llaman millones-, herían profundamente lo que él representa: el carácter y el equilibrio de una Nación. También sabían que para consumar su propósito debían fracturar el derecho probatorio con juicios cargados de subjetividad, porque no tenían, nunca han tenido, cómo esclarecer, ni cómo probar, ni cómo descubrir, y mucho menos cómo juzgar en verdad y derecho.
Todo el proceso estuvo atravesado por un común denominador: la venganza sin verdad, la duda. Y aunque el principio jurídico es claro -ante la duda, el juez debe fallar a favor del procesado-, aquí se optó por la antítesis: castigar no al actor de un posible hecho ilícito, sino al opositor político del régimen.
Las actuaciones judiciales en derecho merecen respeto, al igual que las personas que administran justicia. Pero en este caso fuimos testigos de una justicia extraña, herida, desfigurada; una justicia sin prestigio, envuelta en penurias y miserias, donde los principios fueron suplantados por consignas y el derecho en instrumento de venganza y odio político.
Lo que ocurrió, fue en esencia, una aplicación encubierta de lo que el jurista Günther Jakobs denominó en 1985 el “derecho penal del enemigo”: ese conjunto de normas que, en regímenes autoritarios, busca diferenciar entre ciudadanos “amigos” y “enemigos”, para brindarles niveles distintos de protección jurídica. Un concepto profundamente peligroso, rechazado por la doctrina jurídica seria, porque atenta directamente contra la dignidad humana, piedra angular del Estado de Derecho.
Y sin embargo, aquí estamos ante un Gobierno que intenta enquistarse en el poder usando las herramientas jurídicas como arietes ideológicos. La justicia no puede, no debe, convertirse en una estrategia jurídica-política para aniquilar al disidente, en un arma de combate contra quien no le es funcional al sistema. Porque si así fuere, como bien advirtió Carl Schmitt, “el Estado terminaría haciendo más daño que el que podrían causar sus supuestos enemigos”.
No se pueden utilizar normativas jurídicas peligrosas, como esta del “derecho penal del enemigo”, contra los opositores políticos ni contra ningún ciudadano. Confiamos en que el sistema judicial vuelva a ser garante, y no verdugo, de los principios y valores que rigen nuestra sociedad. La justicia no puede ser un arma de lucha despiadada.
Es difícil para una sociedad, que aún cree en la ley y el derecho, conservar el aliento y reconocer autoridad gubernamental en medio de este panorama sombrío: impunidad para los malhechores, victimización de los delincuentes, corrupción rampante, legalización y convivencia con grupos subversivos y narcotraficantes, asesinatos, secuestros, extorsión.