El 18 de septiembre de 2024 marcó el fin de una era: Tupperware, una marca que había estado presente en los hogares durante casi ocho décadas, se declaró en bancarrota. Esta noticia sacudió al mundo empresarial y despertó emociones en millones de personas alrededor del mundo que crecieron usando sus productos. La caída de una empresa que representaba innovación en el hogar demuestra que incluso las marcas más consolidadas pueden sucumbir ante los cambios en los gustos de los consumidores y las presiones económicas.
En países como Japón y Corea del Sur, declararse en bancarrota no es simplemente un revés económico, sino un golpe profundo al honor y la reputación, tanto personal como familiar. En estas sociedades, el fracaso de una empresa no afecta solo al empresario, sino que repercute en su entorno cercano.
Este estigma puede llevar a situaciones extremas. Por ejemplo, en Japón, el concepto de “perder la cara” genera tanto miedo al juicio público, que muchos prefieren lidiar con sus deudas en silencio y un sufrimiento prolongado que, en algunas ocasiones, termina en suicidio. Esta presión social puede ser entendible si la leemos desde su contexto cultural, pero ¿Qué pasa en otras partes del mundo?
En Estados Unidos, el enfoque hacia la bancarrota es radicalmente diferente. Aquí, se ve como un obstáculo temporal, no como una derrota definitiva. Ejemplos de empresarios como Walt Disney o Henry Ford han alimentado la narrativa del “sueño americano”, que promueve la resiliencia y la reinvención tras el fracaso.
La bancarrota se percibe como una estrategia para recomenzar. Sin embargo, esta visión optimista refleja valores culturales específicos que no siempre encajan en otras realidades. Ecosistemas como el de Silicon Valley valoran el concepto de fracaso como parte de un proceso de aprendizaje. Es común encontrar en dinámicas de elevator pitch a emprendedores y empresarios que inician sus presentaciones con el número de empresas y sectores en los que han fracasado. En esta cultura lo importante no es fracasar, sino que sea rápido, para entrar en el terreno del éxito lo más pronto posible.
En América Latina, la bancarrota ocupa un lugar intermedio entre el estigma de Asia Oriental y la mentalidad pragmática de Norteamérica. En países como Colombia, los constantes ciclos de crisis económica y política han hecho que las dificultades financieras sean relativamente comunes.
A pesar de ello, factores como la reputación personal y los lazos familiares aún tienen un peso significativo. Estadísticas de 2023 reflejan esta realidad: se registraron 4.473 casos de insolvencia empresarial, un aumento considerable en comparación con años anteriores. Hay mucho por construir, por investigar y por aprender en nuestro país para que menos empresas caigan en situaciones de estrés financiero.
La bancarrota no debería ser vista solo como un número en las estadísticas o un problema de empresas. Es momento de replantear cómo entendemos y gestionamos el fracaso financiero. Si logramos ver la bancarrota como una oportunidad para aprender, adaptarnos y empezar de nuevo, podríamos construir sociedades más resilientes donde el fracaso no sea un final, sino el inicio de algo nuevo, esta vez, con mayor experiencia y con más posibilidades de hacerlo mejor.