En 2017, Google regaló al mundo la tecnología que definiría la próxima década. Ocho de sus investigadores publicaron una investigación titulada “Attention is all you need”, introduciendo la arquitectura Transformer que se convertiría en la base de ChatGPT, Claude y toda la revolución de la inteligencia artificial generativa. La ironía es devastadora: la empresa que hizo de la atención a los datos su ventaja competitiva más preciada no supo prestar atención a su propia y más brillante creación.
Esta historia se ha convertido en la fábula definitiva del fracaso estratégico moderno. No porque Google haya fracasado como empresa, sino porque demostró que crear el futuro no es lo mismo que poseerlo. Mientras Google publicaba su investigación siguiendo las nobles tradiciones académicas, OpenAI la leía con ojos de conquistador. Ilya Sutskever, científico jefe de OpenAI y exinvestigador de Google, describió el momento: “Al día siguiente, cuando salió el paper, dijimos ‘Eso es lo que necesitamos. Nos da todo lo que queremos’”.
OpenAI comprendió instantáneamente lo que Google quizás solo vio como un interesante avance académico. No era solo una mejor manera de procesar lenguaje; era una arquitectura escalable para construir inteligencia artificial general. Al año siguiente lanzaron GPT-1, y el resto es historia multimillonaria. Hoy, OpenAI vale US$324.000 millones, construida sobre una tecnología que Google inventó y liberó.
¿Por qué Google, con recursos ilimitados y talento de clase mundial, no construyó ChatGPT primero? La respuesta revela el clásico “Dilema del Innovador”. Google había construido un imperio basado en la búsqueda: presentar diez enlaces azules que llevaban usuarios a otros sitios. Un modelo que respondiera directamente las preguntas amenazaba con canibalizar ese negocio de cientos de miles de millones. La innovación era tan disruptiva que ponía en peligro el status quo.
Un síntoma claro de esta parálisis fue el éxodo masivo: para 2024, los ocho autores del paper habían dejado Google. Algunos fundaron startups que ahora compiten directamente con su antigua empresa. Cuando los innovadores no ven un camino para que sus ideas florezcan internamente, se van para construirlas en otro lugar.
Esta no es una historia aislada. Es el último capítulo de una saga que incluye a Xerox Parc inventando la computación moderna que Steve Jobs comercializó, Kodak creando la fotografía digital que enterró por miedo, y Nokia dominando los móviles hasta que el iPhone los hizo irrelevantes. El patrón es consistente: las empresas dominantes se vuelven ciegas a las disrupciones que ellas mismas crean.
El costo de esta ceguera es asombroso. Mientras Google crecía sólidamente, Nvidia -proveedor de la infraestructura para entrenar Transformers- se disparó 1,311% en cinco años. La empresa que creó la tecnología fue superada por quienes la adoptaron y por quienes vendían las herramientas para usarla.
¿Cómo evitar este destino? Las empresas necesitan cultivar paranoia productiva, cuestionar constantemente su éxito y buscar amenazas disruptivas, incluso, dentro de sus propios laboratorios. Deben crear equipos autónomos protegidos de la burocracia corporativa y recompensar la canibalización inteligente. Si alguien va a destruir tu negocio, mejor que seas tú mismo.