Los mecanismos de insolvencia cumplen una función social y económica esencial: reordenar pasivos, preservar la estabilidad de los agentes y ofrecer una segunda oportunidad a quienes enfrentan dificultades financieras. En Colombia, la normativa sobre insolvencia de personas naturales nació con las mejores intenciones, las de ofrecer una salida ordenada a los deudores con dificultades para cumplir sus obligaciones. Se concibió como un mecanismo que equilibrara los derechos de los acreedores con la posibilidad de los deudores de rehacer su vida sin acudir a procesos judiciales eternos o a la informalidad.
Sin embargo, como ocurre con muchas normas bien intencionadas, su aplicación ha derivado en distorsiones preocupantes, pasando de herramienta de protección a instrumento de abuso. Un vistazo a redes sociales basta para encontrar anuncios que prometen “eliminar deudas” o “liberarse de obligaciones”. Algunas de estas ofertas, incluso de firmas de abogados, presentan la insolvencia como una salida mágica, aprovechándose de una herramienta legítima para lucrarse mediante la manipulación de la norma e incluso la creación de deudas ficticias.
Simular una crisis financiera para acogerse a los beneficios de la ley puede parecer ingenioso, pero tiene consecuencias profundas. Los acreedores legítimos (entidades financieras, comercios o arrendadores) ven afectada su capacidad de recuperación, lo que encarece el crédito y reduce su disponibilidad, especialmente para los hogares más vulnerables. Al mismo tiempo, los deudores que caen en la trampa enfrentan efectos colaterales que superan el alivio inicial.
El primer error es creer que la insolvencia “borra” las deudas. El procedimiento puede aliviar temporalmente la presión al suspender cobros o permitir acuerdos más flexibles, pero no exonera del cumplimiento. Además, los incumplimientos previos generan reportes negativos que afectan la reputación crediticia del deudor. Quien se acoge a esta figura sin necesidad real o sin acompañamiento responsable puede quedar excluido del crédito formal durante un tiempo.
Paradójicamente, muchos casos podrían resolverse con un diálogo directo entre el deudor y sus acreedores. El sistema financiero colombiano ofrece múltiples mecanismos de refinanciación y renegociación cuando hay voluntad de pago y transparencia. Estos caminos, aunque menos publicitados que las “fórmulas milagrosas”, suelen ser más sostenibles y menos costosos, tanto en dinero como en reputación. Desde una perspectiva económica, la única vía racional es preservar el vínculo con el sistema y evitar que un problema de liquidez derive en exclusión financiera.
La verdadera lección detrás de este fenómeno es de educación financiera. Ninguna norma, por bien diseñada que esté, reemplaza la responsabilidad individual frente al manejo del dinero. Planear, reconocer los límites del endeudamiento y buscar soluciones antes de la urgencia evita caer en manos de quienes se lucran del desespero ajeno.
El país debe proteger la integridad del régimen de insolvencia, porque es un instrumento valioso cuando se usa correctamente. Pero también debe alertar sobre las falsas promesas y fortalecer la supervisión de quienes promueven servicios que bordean el fraude. En tiempos de sobreendeudamiento y desinformación, la regla sigue siendo simple, pero poderosa: ¡pagar sí paga!
El verdadero alivio no está en evadir las obligaciones, sino en entenderlas, renegociarlas y aprender de ellas. Solo así la insolvencia seguirá siendo lo que debió ser desde el inicio, una oportunidad para recomenzar, no una trampa.