La semana pasada afrontamos con profundo dolor la partida de Miguel Uribe Turbay. Su asesinato no solo apagó la voz de un líder joven y prometedor, sino que arrebató una esperanza para el país. Fue un magnicidio que hirió a la democracia y que nos recordó, con dolor, que la violencia política aún amenaza la vida pública.
Pero la grandeza de Miguel no se limita solo a sus discursos, ideales, visión de país o banderas. Su legado también se refleja en la fortaleza de quienes lo acompañaron en vida y hoy lo representan con dignidad y entereza. Entre ellas quiero destacar a dos mujeres maravillosas que, al igual que su abuela, doña Nydia Quintero, han hecho la diferencia.
La primera de ellas es María Claudia Tarazona, su esposa. Abogada de sólida formación, se convirtió en pilar fundamental de su vida personal y política. Tras el atentado y durante las semanas más duras en el hospital, fue su sostén silencioso, la presencia serena que lo acompañó hasta el final.
Sus sentidas palabras al despedirlo sorprendieron a un país entero: un mensaje de unidad, de perdón y de ausencia de rencor. En lugar de alentar la división, eligió tender puentes, sostener la esperanza y demostrar que la fortaleza moral se mide, sobre todo, en los momentos más oscuros. Su promesa de cuidar a sus hijos y honrar la memoria de Miguel no es solo un compromiso personal, sino un acto de responsabilidad con la historia que compartieron.
La segunda es María Carolina Hoyos, su hermana. Una ejecutiva brillante y optimista, que ha sabido combinar la eficacia profesional con la sensibilidad social. Tuve el honor, hace unos años, de trabajar junto a ella, y soy testigo de excepción de sus cualidades: inteligencia estratégica, compromiso inquebrantable y una capacidad única para liderar con empatía.
Su trayectoria es amplia, fue viceministra de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, lideró la Fundación Solidaridad por Colombia, que nació del sueño de esa otra gran mujer, su abuela. Impulsó proyectos de transformación digital y desempeñó un papel clave en la modernización de la televisión pública.
La vida le impuso pruebas duras desde joven, incluida la pérdida trágica de su madre, la periodista Diana Turbay, pero esas heridas no la quebraron, las convirtió en motor para servir. Durante los días críticos de Miguel, fue un rostro visible de la familia, hablando con serenidad y transmitiendo optimismo incluso en medio de la incertidumbre.
Ambas, con caminos distintos, comparten un mismo espíritu, el de transformar el dolor en determinación. Han sabido sostenerse en pie frente a la adversidad, no para buscar protagonismo, sino para defender los valores que Miguel encarnó: el servicio y la fe en que Colombia puede ser mejor.
En un país donde el dolor suele transformarse en rabia y la rabia en violencia, María Claudia y María Carolina han mostrado otro camino, el de la serenidad, la entereza y la esperanza. Nos recuerdan que los legados no se protegen solo con palabras o monumentos, sino con la manera de vivir y de actuar con el ejemplo.
Miguel Uribe Turbay ya no está. Su voz se apagó desde aquella tarde trágica, pero en ellas seguirá resonando su legado. Y quizá ahí radique la mayor enseñanza que nos dejan, que un legado verdadero no muere con quien lo inició, sino que se multiplica en quienes lo aman y sostienen. Colombia necesita líderes así, personas que no teman al perdón, que no renuncien a la esperanza y que sepan, incluso en la noche más oscura, encender una luz.