La literatura económica señala que la competitividad en las tasas tributarias suele asociarse con un mayor dinamismo productivo, en la medida en que influye en las decisiones de localización y expansión empresarial. Esta competencia no se limita al ámbito internacional, reflejada en las tasas de renta para personas jurídicas, sino que también se manifiesta al interior de los países, donde las diferencias en cargas tributarias condicionan la decisión de ubicarse en una capital, un centro urbano intermedio o en otra jurisdicción. Comprender estas dinámicas es esencial para diseñar políticas públicas que atraigan inversión y amplíen la base tributaria.
La historia económica internacional ofrece ejemplos de cómo la tributación redefine el mapa empresarial. En el Reino Unido, en los años ochenta y noventa, los incrementos impositivos al sector financiero llevaron a que las operaciones se trasladaran hacia Irlanda, con un marco más competitivo. Casos similares se documentan en EE.UU. y Europa, donde empresas y personas han migrado desde jurisdicciones con mayores cargas, como Nueva York o California, hacia otras más favorables, como Texas o Florida. En España, decisiones tributarias y la incertidumbre motivaron la salida de Sabadell y CaixaBank de Cataluña, con efectos duraderos sobre inversión, empleo y encadenamientos productivos.
Estos movimientos se explican, en parte, por lo que la teoría tributaria denomina la curva de Laffer: no siempre un incremento en la tarifa se traduce en mayor recaudo. Con frecuencia ocurre lo contrario, ya que la base gravable se reduce cuando las empresas migran a jurisdicciones más competitivas, aplazan proyectos o recurren a la informalidad. El resultado es un círculo vicioso en el que se pierde inversión y, paradójicamente, el fisco termina recibiendo menos recursos de los proyectados.
El verdadero desafío consiste en hallar un nivel de tributación que garantice ingresos para financiar el gasto público sin desalentar la inversión privada. Este balance cobra una relevancia especial en sectores estratégicos como el financiero, cuya operación no solo genera impuestos directos, sino que también impulsa el crecimiento al facilitar el financiamiento de otros sectores. Cuando la carga tributaria se incrementa de manera significativa, las entidades enfrentan mayores presiones en sus costos que, tarde o temprano, se trasladan al consumidor final mediante servicios más caros o un acceso más restringido al crédito.
La competitividad tributaria territorial es, por tanto, decisiva para el desarrollo económico. De estas decisiones dependen miles de empleos, el ritmo de inversión en infraestructura y tecnología, e incluso la capacidad de que ciudades intermedias se consoliden como polos de crecimiento frente a capitales que pierden atractivo por políticas poco calibradas y estratégicas. Reconocer este hecho no implica desconocer la importancia de la tributación para financiar bienes públicos y cohesión social. Toda empresa debe aportar al desarrollo, y la sostenibilidad fiscal es condición necesaria para avanzar en infraestructura, educación y bienestar. Sin embargo, esta contribución debe diseñarse de modo que no erosione la competitividad ni incentive la relocalización hacia jurisdicciones vecinas, en particular del sector financiero.
El llamado es a una reflexión serena sobre las implicaciones de las decisiones fiscales en el ámbito territorial. La búsqueda de mayores ingresos no puede hacerse a costa de desalentar la inversión, debilitar el tejido empresarial o encarecer el acceso a servicios clave. El reto consiste en construir un esquema tributario que combine equidad y competitividad, fomente la atracción de empresas en lugar de su salida y, al mismo tiempo, garantice un flujo sostenido de recursos para atender necesidades sociales. En última instancia, los territorios compiten entre sí. Aquellos que comprendan esta realidad y adopten políticas fiscales inteligentes estarán mejor posicionados para crecer, generar empleo y aportar al desarrollo nacional.