Analistas 07/09/2022

El decrecimiento: ¿la nueva religión anti-capitalista?

José Félix Cataño
Profesor de la Universidad Nacional de Colombia

En el siglo XX las élites contestarias (intelectuales y políticas) abrazaron la crítica de Marx al capitalismo dado que este sistema monetario presenta la explotación de la clase trabajadora, la alienación de las personas, la expansión imperialista, la propensión a la crisis y al agotamiento. La búsqueda de la igualdad y la abundancia social era entonces una causa justa, que cualquier persona humanista podría de inmediato hacer parte de su ideal y su acción.

La alternativa de los comunistas era crear mediante métodos revolucionarios un nuevo tipo de relaciones sociales bajo la dirección del partido leninista compuesta de sabios comunistas a fin de que estableciera una sociedad armoniosa y próspera aprovechando la ciencia, la tecnología y la cultura. Primero fue la revolución rusa la que animó el nuevo proyecto, aquel que Keynes designó en 1925 como una nueva religión laica por poseer un ideal (suprimir el amor al dinero y la vida comunitaria), unos profetas (Marx y Lenin) y unos militantes llenos de fervor misionero y de ambiciones ecuménicas.

Ya sabemos que la realización del proyecto anti-capitalista del marxismo leninismo fue un fracaso económico y social. Ella creó el estalinismo, la autocracia, el gulag, el militarismo e imperialismo soviético, todo esto acompañado de pobreza material y espiritual a un pueblo de más de 160 millones de personas. Luego del derrumbe soviético vino Putin con su política de capitalismo de oligarcas para hacer el desarrollo extractivista y guerrerista para restaurar el imperio zarista y la grandeza de la cultura rusa donde los individuos se someten a la Nación y al nuevo Zar y donde se declara la guerra al individualismo y laicismo occidental.

También en China vimos que cuando Mao y sus compañeros, tras vencer a la burguesía, quisieron imponerle a la nación china una vida campesina y anti-capitalista, llenaron al país con el fanatismo de la revolución cultural y la represión violenta contra los comunistas pro –capitalistas. Frente a estos desastres, luego del último suspiro del Gran Timonel, Deng Xiaoping dirigió un golpe de estado para imponer la línea de desarrollo capitalista dirigida por los mismos comunistas. Hoy China es una sociedad autocrática basada en un capitalismo creciente dirigido por el Estado, sistema que es uno de los grandes beneficiados de la mundialización al tiempo que es uno de los grandes destructores del medio ambiente. El capitalismo ha salvado al pueblo chino de la miseria, aunque no de la autocracia y no de la desigualdad. En América Latina la causa anticapitalista y anti americana nos trajo como realización la revolución castrista, chavista y orteguista, y ya sabemos la mediocridad social de sus logros: la austeridad autocrática y el subdesarrollo económico con dictaduras de compinches y familias privilegiadas, bajo la protección de nuevas potencias imperialistas.

Ahora bien, si el odioso capitalismo ha persistido también sus críticos. Pero, ahora los nuevos intelectuales anticapitalistas proponen una nueva doctrina, para oponerse a la religión del crecimiento ilimitado de burgueses neoliberales y de los comunistas pro-capitalistas. Ya tienen sus profetas, sus ideales y su militancia. Su tesis principal, es que el capitalismo es malo, porque ofrece un crecimiento ilimitado, y así va acabar con la humanidad y el mismo planeta. Una tesis que tiene mucho de correcta y atractiva como era el diagnóstico de Marx, afín de seducir los humanistas. Pero, ahora el sistema capitalista no se supera cambiando las relaciones sociales de explotación o de alienación, sino impulsando el decrecimiento económico. Decrecer es producir y consumir menos, hasta llegar a los objetos necesarios y acoger una vida frugal. Las referencias mencionadas por uno de los nuevos profetas, Serge Latouche, son el presunto buen vivir material (de los otros bienes sociales no se habla) de las culturas indígenas de América Latina, los pueblos primitivos de Laos y de la República del Congo, sitios donde Latouche hizo su conversión de la fe del desarrollismo a la fe del decrecimiento. Para convencer los auditorios se dan a sermones ilustrados sobre las comunidades antiguas estudiadas por los antropólogos y se hace la apología, no del austero feudalismo o el imperio faraónico, sino de la Edad de Piedra, edad presuntamente de la antigua abundancia. Según el nuevo ideal, la salvación de la humanidad no está entonces ni en sociedad futuras soñadas por los comunistas ni en el más allá de las religiones monoteístas, sino en la reconstrucción de las antiguas sociedades campesinas y patriarcales.

Respecto a las medidas propuestas para decrecer el capitalismo los sacerdotes de la nueva religión se dividen entre radicales y moderados. Los radicales proponen crear economías comunitarias, simples, una cierta sociedad hippie generalizada. No está claro los métodos políticos para llegar hasta allá, una gran dificultad para los profetas como Latouche, quien se ha limitado a sugerir que las viejas culturas asiáticas podrían ayudar a convencer a los comunistas chinos abandonar el crecimiento capitalista. ¿Esta será la nueva revolución cultural maoísta dirigida por los monjes del Tíbet?

Los moderados son más pragmáticos y menos utópicos. Primero se dan cuenta que la abundancia moderna no está generalizada en el mundo y que el problema es principalmente de los países desarrollados. El economista T. Parrique afirma: Los países del Sur que viven en la pobreza, por supuesto, deben producir lo que necesitan, pero para hacer esto, los recursos aún deben estar disponibles, de ahí la lógica de un decrecimiento en los países del Norte. Fuera del problema que nunca se toca de cómo definir lo que se necesita, esta propuesta es ponerles grandes impuestos a los compradores de bienes nocivos: impuestos al consumo de gasolina, al agua de las piscinas, a los viajes en avión, al uso del plástico, a los automóviles, a los detergentes, etc. Pero para esto es necesario que los partidos ecologistas tengan votos y poder político que por ahora la mayoría de la población no está de acuerdo en darles porque se dan cuenta que la nueva buena vida prometida es muy costosa tanto en precios como en libertad. Igual que los comunistas, los nuevos militantes de la salvación del mundo se tropiezan con la perversidad de los pueblos: su egoísmo e ignorancia de lo socialmente bueno.

El presidente Petro y una parte de sus ministros han acogido estas doctrinas como un nuevo ideal humanista que deben ser acompañado, al mismo tiempo que reconocen que el capitalismo colombiano debe ser mejorado para crear mayor riqueza. Una contradicción en su ideología que les traerá problemas. La acogida del anti-crecimiento les puede complacer su vanidad de querer aparecer como parte de los militantes de los salvadores de la humanidad y patrocinar foros y convenios que les den renombre y aplausos de los nuevos fieles. Sin embargo, creemos que a Colombia no le conviene adherir de manera tan romántica a esta nueva fe. Primero, el mensaje del decrecimiento es esencialmente para controlar los abusos de los países del norte, el crecimiento chino y el expansionismo militar de Putin; segundo, nuestra responsabilidad en el daño ecológico es mínimo y no debemos sacrificarnos para ver que otros países proveen a los países ricos de las energías que necesitan cuando Colombia se niega a proveerlas; tercero, la tecnología puede ser un gran instrumento para salvar el planeta así como ha sido también su destructor; cuarto, nuestras riquezas energéticas del petróleo y el carbón las podemos usar como instrumento de adquisición de recursos para hacer la transición energética y en mejorar la situación de carencia de bienes necesarios para gran parte de la nación. Además, el presidente Petro denuncia con inteligencia que el negocio del narcotráfico daña la salud de las personas en los países del Norte y, que en esa cadena clandestina los campesinos cultivadores son víctimas que deben ser protegidas a falta de alternativas económicas viables. Frente a este caso no entendemos porqué también es inteligente dejar de producir el nocivo petróleo, mercancía que no nos produce violencia y es legal, con el pretexto de que así mejora el aire de Wall Street, de la City de Londres, de los Campos Elíseos y de la Ciudad Prohibida. Proteger la economía del campesino cocalero es cuidar un sector minoritario de la población, proteger nuestra riqueza petrolera y mineral, es cuidar a toda la nación. El romanticismo del nuevo anti-capitalismo no debe dirigir a Colombia.

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