En el dinámico mundo de la construcción de infraestructura, una práctica de pago ha levantado preocupaciones significativas entre los profesionales del sector. Se trata de la modalidad de vincular la remuneración de los interventores de proyectos de infraestructura al avance de obra por parte del contratista, una práctica que, lejos de incentivar la eficiencia y transparencia, ha generado un escenario complejo tanto para los interventores como para la culminación satisfactoria de los proyectos.
Desde hace varios años, algunas entidades encargadas de la contratación de servicios de interventoría han optado por este esquema de pago, asignando hasta 60% del valor total a pagarse en función del avance del contratista, dejando un margen de 10% contra la liquidación del contrato. Este sistema, lejos de ser justo, ignora un hecho fundamental: el interventor no tiene control sobre la velocidad ni la gestión del contratista. Su herramienta más fuerte es la solicitud de sanciones a la entidad contratante, proceso que a menudo se ve entrampado en la burocracia, lo que dilata cualquier posible corrección en el ritmo de trabajo.
Otro factor crítico que afecta directamente el avance del contratista, y por ende, la remuneración del interventor, es la obtención de licencias ambientales y permisos para el manejo de tráfico, así como las interacciones necesarias con entidades de servicios públicos como acueducto, alcantarillado, redes eléctricas y de telecomunicaciones. A esto se suman las coordinaciones con entidades medioambientales, todas ellas piezas claves en el complejo rompecabezas que conforma el progreso de cualquier proyecto. Estos procesos, frecuentemente largos y complejos, son susceptibles de generar demoras significativas en los trabajos. Frente a estas situaciones, la interventoría se encuentra en una posición en la que su capacidad de influir o acelerar estos trámites es nula.
Esta forma de pago no solo pone en riesgo la objetividad de la interventoría, al generar un conflicto de interés que podría impulsar la certificación de avances no realizados, sino que también exige a los interventores mantener su operación sin el flujo de caja necesario para cubrir gastos mensuales. La interventoría, que requiere de personal, equipos, vehículos y campamentos disponibles durante todo el proyecto, genera costos constantes que deberían ser cubiertos de manera justa y continua.
Adicionalmente, el proceso para que los interventores puedan facturar es tortuoso y prolongado. Los informes mensuales de interventoría, que son esenciales para la facturación, se enfrentan a una revisión exhaustiva y lenta por parte de las entidades contratantes, que pueden extenderse más allá de los 45 días. Este retraso en la aprobación para facturación, sumado a la dependencia del avance de obra para una porción significativa del pago, coloca a los interventores en una posición en la que están financiando de facto el proyecto, pudiendo llevar a situaciones financieras críticas e incluso a la quiebra.
La Cámara Colombiana de la Infraestructura (CCI), atendiendo las preocupaciones de sus afiliados consultores, ha desarrollado un manual de buenas prácticas para la contratación de consultoría. Este documento, aunque disponible y promovido desde hace más de un año, parece no haber tenido el impacto deseado en las entidades contratantes, que continúan adheridas a prácticas de pago perjudiciales.
Es imperativo un cambio hacia una forma de pago que reconozca la naturaleza continua del servicio de interventoría, elimine el conflicto de interés generado por vincular el pago al avance del contratista y asegure un flujo de caja adecuado para cubrir los gastos operativos mensuales. La adopción de las buenas prácticas recomendadas por la CCI no solo beneficiará a las firmas de ingeniería, al evitar posibles quiebras, sino que también promoverá la transparencia, la eficiencia y la calidad en la ejecución de proyectos de infraestructura en el país.
El llamado es claro: es hora de que las entidades contratantes revisen y ajusten sus esquemas de pago, alineándose con prácticas que garanticen la sostenibilidad financiera de los interventores y, por ende, la integridad y éxito de los proyectos de infraestructura. La adopción de estas buenas prácticas no es solo una cuestión de justicia económica, sino un paso fundamental hacia la modernización y mejora de nuestra infraestructura nacional.