En Sapiens, el ambicioso recuento de Yuval Noah Harari sobre la historia de la especie humana, el autor advierte, sin asomo de exageración, que la creación de las compañías de capital (conocidas entre nosotros con siglas como SAS, SA, etc.) es una de las innovaciones más trascendentales de la humanidad. Y eso que Harari no es el más efusivo pregonero de los méritos de este invento. En 1999, cuando los editores de la revista The Economist prepararon un recuento de los principales acontecimientos del siglo XX, se refirieron a las sociedades de capital como el eje central sobre el que se ha construido el mundo moderno. Respetados académicos han llegado al extremo de postular que la introducción de esta figura fue mas importante que el descubrimiento de los usos de la energía eléctrica.
Esta altísima veneración solo puede explicarse a partir de la función primordial que cumplen las compañías en las economías modernas: dirigir el capital hacia la financiación de las ideas más prometedoras. Para ilustrar esta idea suele plantearse el caso de un joven emprendedor que ha concebido un producto revolucionario, pero no tiene recursos propios para fabricarlo ni la solvencia patrimonial para financiar su empresa a partir de préstamos bancarios. Mediante la constitución de una compañía, este emprendedor puede ofrecer en venta una porción de los flujos de efectivo que habrá de generar su prometedor negocio, a cambio de los recursos vitales que necesita para ponerlo en marcha. Al unirse así el capital con las ideas, surte efectos la alquimia que periódicamente convierte a estudiantes desempleados en fundadores de compañías como Google, Facebook o Uber.
Para que todo esto funcione, sin embargo, es indispensable que el sistema legal les asegure un trato ecuánime a las personas que invierten sus ahorros en sociedades de capital. En otras palabras, estos inversionistas deben poder confiar en que el fundador de la compañía compartirá con ellos la porción que les corresponde de las utilidades sociales. Y lo cierto es que el fundador, quien suele reservarse el control absoluto sobre la administración de la compañía, puede privar a sus inversionistas de dividendos mediante actos tan sencillos como fijarse un salario exorbitante o hacerse autopréstamos a perpetuidad. Si no existen reglas claras en contra de estos actos de expropiación, pocas personas invertirán sus ahorros en nuevos emprendimientos y se desvanecerá la función primordial que cumplen las sociedades de capital. Es por esta razón que el trato ecuánime de inversionistas ha sido defendido desde los albores de la civilización occidental, con la aversión de los romanos por las sociedades leoninas, hasta en las modernas campañas del Banco Mundial y la Ocde para reforzar la protección de accionistas minoritarios.
Lamentablemente, estas ideas no han tenido concreción práctica en América Latina. Para nadie es un secreto que nuestros sistemas legales han fracasado rotundamente al momento de proteger los intereses de inversionistas en sociedades de capital. Colombia no es la excepción. Tanto en pequeñas sociedades de familia como en poderosos conglomerados es habitual oír historias de accionistas despojados absolutamente de dividendos y doblegados ante los más abyectos actos de opresión. No en vano hemos desarrollado una especie de fobia, arraigada ya en nuestro inconsciente colectivo, a participar como minoritarios en sociedades abiertas y cerradas. Esta penosa situación no es nada menos que un escándalo nacional, cuyas secuelas económicas superan las de los más sonados casos de corrupción.
Ahora que el Gobierno Nacional busca fomentar el emprendimiento, valdría la pena revisar qué medidas deben adoptarse, más allá de la trillada y facilista reducción de trámites, para que nuestras compañías de capital cumplan la función catalizadora que las ha convertido en objetos de culto en países industrializados.