Colombia y los colombianos estamos perdiendo el año, nos rajamos, fuimos incompetentes para crear un ideario colectivo y llegar, cómo se ha dicho tantas veces, a un acuerdo sobre lo fundamental. Somos incapaces de trabajar por el bienestar general y anteponemos intereses, egos y dialécticas según las cuales sólo nuestra visión de Estado y nuestros intereses son los válidos. Nos cuesta reconocer que los demás y sobre todo quienes nos han antecedido han hecho cosas en favor de la sociedad y, por esa razón, llegamos a patear el tablero y empezar de cero en una visión mesiánica que lo único que genera es caos.
Quien no ostenta el poder es incapaz de reconocer las virtudes, así sean pocas, de quien gobierna, únicamente espera sus errores para caerle, atacarlo y desestabilizarlo, sin entender que el real perjudicado es el ciudadano de a pie que vive al vaivén de los caprichos del gobernante de turno.
Es difícil de entender porque vivimos mordiéndonos la cola, desmontando lo hecho por el anterior, devolviéndonos años en los avances e improvisando con soluciones que en el pasado han fracasado. Contrario a profundizar las buenas prácticas las desechamos y sobre todo estigmatizamos. Dejamos de lado el conocimiento de los técnicos, el valor de los datos y la experiencia adquirida para gobernar con nuestros amigos a quienes tenemos que acomodar a como dé lugar. La evaluación de impacto de las políticas públicas se guarda en el baúl de los recuerdos para tomar decisiones sin evidencia, guiadas por la pasión y la ideología.
Dejamos de lado el sentido común y las evidencias, con el único objetivo ególatra de dejar nuestra impronta. Lo que ocurre en el resto de las actividades humanas es que un equipo ganador no se cambia y se busca dar continuidad a las experiencias exitosas, en cambio cuando gobernamos, caemos en el error de creer que tenemos la fórmula mágica del Alquimista y de esta manera debe hacerse solo nuestra voluntad.
Todos somos como Luis XIV, el Estado soy Yo. Nos embriagamos de poder, no tenemos la humildad de sentarnos a reflexionar, asumir nuestras equivocaciones y enderezar el rumbo. Por el contrario, nos radicalizamos, nos encerramos con áulicos que sólo nos alaban, dan palmadas en la espalda y nunca nos cuestionan. Quien lo hace es un paria que no debe estar en nuestro equipo. Los asesores más críticos, que son los que debemos tener cerca, son los primeros de los que prescindimos por osar a cuestionar nuestra inmensa sabiduría.
Siempre encontramos un responsable externo, el enemigo interno o el golpe blando para exculpar nuestros errores e incapacidades. No asumimos que si designamos personas incapaces de cumplir con sus funciones, somos culpables de sus fracasos “culpa in eligendo”.
Creamos caos y zozobra para atemorizar a la sociedad, luego nos mostrarnos como la opción que va a acabar con todos los males que nos aquejan, hacemos promesas que sabemos que no podemos cumplir y generamos falsas expectativas en los ciudadanos. Instrumentalizamos a las personas y nos aprovechamos de sus necesidades e inconformidades con el único objetivo de vencer a nuestros contradictores. Nuestra forma de comunicación es errática, divide a la población pues creamos enemigos, invalidamos a quien piensa distinto y dinamitamos las estructuras familiares y sociales al obligarlos a tomar partido generando resentimientos y odios hacia quien no es como nosotros.
Es hora de pensar en el bien común, de generar consensos, de terminar con los personalismos, de reconocer los avances que hemos logrado y las experiencias que hemos aprendido, para formular y ejecutar políticas públicas que generen mayor equidad, impulsar el sector privado generador de riqueza, obtener mayor crecimiento y mejor calidad de vida para todos. Debemos cambiar el ideario y la forma de hacer política, donde importe el cómo se llega, cómo se ejerce y en favor de quién, de lo contrario ¿El poder para qué?