La soga regulatoria
Obesidad jurídica y legalismo mágico son algunos términos llamativos y aplicables al regulador colombiano que, en sus diferentes entidades, es un productor compulsivo de normas. Lo esperable sería que sus destinatarios protestaran con vigor pero algunos son ciegos ante los efectos negativos de la regulación a la que, además, ven como una madre protectora de riesgos a veces más imaginarios que reales. No sorprende, así, que con frecuencia se escuchen gritos exigiendo “regulación urgente.” Es tal el frenesí que en los últimos meses se ha propuesto prohibir que un no abogado sea socio de una firma legal, exigir título de economista para formular políticas públicas y regular a los paseadores de perros, entre otros casos.
La convicción de que todo debe ser regulado es vieja. Muchos se enorgullecen de la frase santanderista: “las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad” sin dimensionar que normas en exceso no otorgan sino que coartan libertades. La reciente exuberancia regulatoria de la emergencia sanitaria es la prueba reina. Sin olvidar que una inflación normativa es abono que le permite a la corrupción prosperar como maleza irradicable.
Bajo ese mantra de que regulación es igual a bienestar, muchos miden su éxito según las normas expedidas durante su mandato. Son burócratas presos de incentivos para maximizar su poder y presupuesto, variables correlacionadas con la cantidad de reglas.
No se crea que, del otro lado, todos los comerciantes son inocentes. Algunos son lobos con pieles de ovejas que, en vez de competir lealmente, cabildean para capturar rentas, promoviendo restricciones que perjudiquen a sus rivales, con lo cual su plan de negocios se reduce a cortejar gobernantes y a ser comerciantes de la política.
Las grandes empresas capotean este vendaval regulatorio con su personal, quizás trasladando parte de los costos a sus consumidores. La situación es más grave para las de menor calado, ya que una excesiva regulación puede llevar a un comerciante pequeño de la formalidad a la economía subterránea. Puede así resultar más rentable operar un puesto ambulante que alquilar un local, no por el canon, sino porque ocupar tal inmueble para vender exige cumplir requisitos onerosos que llevan las cifras de negro a rojo.
¿Cómo regular eficientemente? Un análisis de impacto normativo o de costo beneficio es útil al permitir abortar un proyecto en estado embrionario si sus pros son menores que sus desventajas. Esto es uno de los compromisos de Colombia luego de su admisión en la Ocde. Más ilusorio, pero deseable, sería promover cierta desregulación, en un sentido similar al de Idaho, Estados Unidos, donde hace poco se ordenó que por cada norma nueva dos viejas deben derogarse. Tercero, superar esa visión equivocada de que todo debe regularse, siendo un ejemplo lo que pasa hoy con ciertas plataformas tecnológicas. ¿No sería mejor esperar su evolución antes de ahogarlas con requisitos de cumplimiento normativo y amenazas de multas por doquier?
Todo ello sin hablar de la reducción del gigantismo estatal, que con su peso asfixia a los empresarios, forzándolos a moverse como tortugas cuando podrían ser liebres que, a diferencia de la fábula, están perdiendo la carrera con sus competidores internacionales.